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Demagogia emocional con los que estorban

  • 26 sep 2021 / 01:00
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La campana de Gauss representa bastante bien la sociedad, la edad y la inteligencia. A la izquierda, los marginados, los que sobran; en medio, la masa silente; a la derecha, los privilegiados. A la izquierda, los niños; en medio, los comunes mortales con capacidad productiva; a la derecha, los viejos, los que estorban. A la izquierda, los tontos; en medio, los supuestamente normales; a la derecha, los listos, los superdotados, los brillantes. El problema siempre está en los extremos, especialmente en los que sobran, los improductivos y los que estorban. Los listos que no usan la inteligencia con que les dotó el azar de la genómica también acaban siendo un problema.

Sin embargo, hoy por hoy, el gran dilema de las sociedades avanzadas es no saber qué hacer con ese 30% de la población que estorba; esos mayores enfermos, esos viejos discapacitados, esos jubilados improductivos, esos dementes que desestabilizan la vida familiar y arruinan patrimonios para atender un mal sin cura.

Siendo, como somos, sociedades progeriátricas, la sociedad desprecia lo viejo, lo inútil, ignorando su valor intrínseco asociado a lo que hoy somos; la sociedad no soporta el lastre de lo gerontológico y sus consecuencias, ya no solo por lo económico, por el problema insoluble de las pensiones en un modelo de Seguridad Social obsoleto, sino por el peso que la edad y la discapacidad supone para el llamado sector productivo. La solución adecuada o cruel de este dilema complejo marcará el devenir de las generaciones futuras.

La tentación de sembrar el país de asilos y centros custodiales, que ya pulula en la mente de algunos ideólogos limitados, es nefasta; incrementará la marginalidad, la discapacidad y el aislamiento; desintegrará más la ya dañada estructura familiar; multiplicará el gasto en un presente de calamidad colectiva; restará autonomía a familias y afectados; no combatirá la enfermedad ni se ocupará de preservar la salud.

Es una tentación retrógrada y contradictoria. No se puede reinsertar por la izquierda y marginar por la derecha. Es un asunto que no se resuelve en una legislatura; se escapa de la visión miope del corto plazo que ornamenta a la política de la improvisación, de la opacidad y de la imposición por decreto. Es un tema capital que requiere una profunda reflexión colectiva, que afecta a la educación, al ámbito laboral, a la economía, a la salud y a la propia estructura familiar y social que deseemos para el futuro.

A todo el mundo le gustaría vivir mucho, pero nadie quiere ser viejo, decía Jonathan Swift.

En De Senectute, Cicerón afirmaba que nadie ha vivido lo suficiente como para no querer vivir un año más. La vejez no empieza con la jubilación; puede empezar mucho antes o mucho después, dependiendo de la actitud que tengamos ante la vida. La vejez es el resultado de la buena o mala gestión que hagamos de todo nuestro recorrido existencial. Todos, sin excepción, caminamos irremediablemente hacia la senectud; y todos acabaremos siendo ancestros. Por ello, todos tenemos una responsabilidad ineludible en la preservación de nuestra salud física y mental.

Decía Henri Frédéric Amiel que “saber envejecer es la obra maestra de la sabiduría, y uno de los capítulos más difíciles del gran arte de vivir”. “Aquellos que disfrutan de los grandes placeres de la edad avanzada son aquellos que han sacrificado los pequeños placeres de la juventud”, comentaba Charles E. Carpenter. Lucille Ball, con sutileza femenina, insinuaba que “el secreto de mantenerse joven es vivir honestamente, comer despacio y mentir sobre tu edad”. Para John Barrymore, “un hombre no es viejo hasta que los remordimientos toman el lugar de los sueños”.

Según Ralf Waldo Emerson, “los años de un hombre no deben contarse hasta que tenga algo más que contar”. Séneca pensaba lo mismo, aunque lo expresaba de forma diferente: “No hay nada más vergonzoso que para demostrar haber vivido mucho uno solo tenga años”. Desgraciadamente, más de un 30% de la población podría caer dentro de esta categoría.

Envejecer debe entenderse como un mérito, no como una desgracia. Algunos nunca debieran envejecer porque nunca han aportando nada al mundo, asumiendo, como diría Henry C. Link, que “una persona se hace adulta cuando produce más de lo que consume y gana más de lo que gasta”. André Maurois veía el envejecer como un mal hábito que ningún hombre ocupado se debiera permitir.

Antes de envejecer hay que pasar por un proceso de madurez emocional, que Edward A. Strecker entiende como la capacidad de apegarse a un trabajo y luchar hasta que esté terminado; soportar lo desagradable, la incomodidad y la frustración; dar más de lo que se pide o se requiere; dimensionar las cosas y tomar decisiones independientes; trabajar bajo la autoridad y cooperar con otros; diferir con los tiempos, con otras personas y con las circunstancias. En palabras de Wilhelm Stekel, “la marca del hombre inmaduro es que quiere morir noblemente por una causa, mientras que la marca del hombre maduro es que quiere vivir humildemente para una causa”.

En términos más metafísicos, John Nuveen juzgaba que uno debe contar su edad por la cantidad de dolor que siente al afrontar una nueva idea; y Sir William Osler, inocentemente, creía en su época, que un hombre es moralmente sano a los 30, mentalmente rico a los 40 y espiritualmente sabio a los 50; baremo poco aplicable en la actualidad.

En una sociedad avanzada, no tiene sentido que un ser humano se pase 20 años de su vida sin hacer nada, consecuencia del modelo de jubilación actual, que aniquila talento y experiencia; ni tampoco tiene sentido que después de 50 años de trabajo te jubiles con una pensión de 1000€ mensuales.

La sociedad es injusta con la vejez al tildarla de inútil. Muchos abuelos cuidan de sus nietos y ello permite trabajar a sus hijos; y muchos hijos todavía sobreviven gracias al apoyo económico que les aportan sus padres jubilados. Cuando hay salud, la madurez y la vejez aportan sosiego, sensatez y aplomo a la vida familiar. Béla Bartók era de la idea de que “con la madurez viene el deseo de economizar, de ser más simple; la madurez es el período en el que uno encuentra la medida justa”.

Francis Bacon decía que “las personas de edad objetan demasiado, consultan demasiado tiempo, se aventuran demasiado poco, repiten demasiado pronto y rara vez llevan los negocios a casa durante todo el tiempo, pero se contentan con un éxito mediocre”.

Los errores y las malas inversiones a lo largo de la vida los pagamos con altos intereses en la vejez. Eurípides sostenía que “si pudiéramos ser dos veces jóvenes y dos veces mayores podríamos corregir todos nuestros errores”. Lo inteligente no es corregir errores (que siempre conlleva dolor y lamentaciones) sino evitarlos.

El viejo B.C. Forbes aconsejaba que “el momento de esforzarnos es cuando somos más capaces de hacerlo, es decir, en los años de nuestra mayor fortaleza. El estudio, la aplicación, la industria, el entusiasmo mientras somos jóvenes generalmente nos permiten disfrutar de la vida cuando envejecemos”. Percy H. Johnston lo veía así: “Es el sumun del absurdo sembrar poco más que malezas en la primera mitad de la vida y esperar tener una cosecha valiosa en la segunda mitad”.

La sociedad también es injusta al culpabilizar a la vejez de costes inasumibles, causa de bancarrota sanitaria. Los viejos costarían menos si las administraciones gestionasen mejor y permitiesen ingresos adicionales sin fiscalidad abusiva; y, en cualquier caso, sus aportaciones en época productiva son más que suficientes para asumir el coste sociosanitario que generan en el último tramo de su vida.

El caos del sistema no puede cebarse en quienes lo han alimentado con sus impuestos. Hablando sobre economía de la vejez, Bernard M. Baruch decía que “la esencia de cualquier plan para financiar la vejez es ahorrar, dejar al lado una parte de las ganancias de hoy para el futuro. Cualquier cosa que devalúe el ahorro -y la inflación es la peor amenaza individual- es el enemigo de los ancianos y de aquellos que esperan envejecer”.

Cuando atravesamos el último tramo de la vida, no se trata de vivir más, aunque todos lo deseemos; se trata de vivir bien el tiempo que estemos aquí. Ya lo decía Epicteto: “Es preferible una vida corta y mejor que una vida larga y peor”. Por eso, la discapacidad y la solución asilar son el fracaso de la salud; por eso hay que invertir más en evitar la discapacidad y menos en custodiar la inutilidad.

La vejez conlleva enormes limitaciones en lo físico y en lo mental en más del 90% de las personas. Es el precio que se cobran los años por el uso y el abuso de nuestros recursos biológicos y cerebrales, muchas veces despreciados y mal empleados. El resultado final de nuestra vida es la mezcla de genómica heredada y de recursos bien o mal consumidos.

“La primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutar sin tener oportunidad; la última mitad consiste en la oportunidad sin tener capacidad”, decía Mark Twain. Tirando de ironía sensual, Oscar Wilde escribía: “Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los ancianos quieren ser infieles y no pueden”.

Por fortuna, quien tiene la suerte de no perder la cabeza, acumula experiencia y sabiduría para optimizar las condiciones de su existencia, el bienestar de su familia y el progreso de la sociedad. Cuando la mente está lúcida, “la vejez priva al hombre inteligente sólo de cualidades inútiles para la sabiduría”, afirmaba Joseph Joubert en sus Pensées.

Lamentablemente, en un 70% de los casos, el final es triste, doloroso, frustrante y desilusionante, con la sensación de que la vida tiene poco sentido y que es una carrera de obstáculos para todos, de forma similar, acabar generando el mismo nitrógeno en el camposanto, por mucha herencia que unos pocos puedan dejar a sus descendientes. William J. Temple siente que “no puede haber criatura más infeliz que un anciano enfermo, incapaz de recibir placeres ni conferirlos a los demás”.

Es probable que la vida sea injusta con la mayoría; puede que pocos en el balance final obtengan grandes beneficios de los que puedan disfrutar en vida; pero la sociedad no debe ser injusta con los artífices del modelo, aunque sea anacrónico. La sociedad tiene la obligación moral del respeto y la protección, y el desafío histórico de ensayar un nuevo modelo en el que nadie sobre y en el que nadie estorbe.

En términos de salud, quizá esté acertado Richard Cumberland al afirmar que “es mejor desgastarse que oxidarse”, sin olvidar el proverbio germánico: “La vejez de un águila es mejor que la juventud de un gorrión”.

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