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El centenario del nacimiento de Georges Brassens

    • 07 nov 2021 / 01:00
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    EL verano en que terminé primero de derecho participé, junto con estudiantes alemanes, británicos, franceses y marroquíes de ambos sexos, en un campamento de trabajo organizado por Concordia, entidad francesa no-gubernamental y sin ánimo de lucro dedicada a promover intercambios internacionales con fines educativos, culturales y sociales.

    El campamento, situado en el sureste de Francia, a las afueras de la localidad de Romeyer, en el Departamento Drôme-Alpes, tenía por objetivo, aparte de los intercambios citados, contribuir a la reforestación de una zona del macizo de Vercors, plantando doce mil abetos. La realidad, la cruda realidad, fue que, entre el mal tiempo, la escasa experiencia y el poco ánimo, apenas llegamos a mil doscientos, pero ello no fue obstáculo para que esta estancia fuera un punto de inflexión en mi recién estrenada libertad.

    Al finalizar el día, solía haber, después de cenar, en el chalet en el que dormían las chicas, a un kilómetro de distancia del rehabilitado establo en el que lo hacíamos los chicos, toda suerte de entretenimientos, ya fuesen charlas sobre nuestros respectivos países, juegos de cartas o de adivinanzas o audiciones musicales.

    En una de éstas, uno de los coordinadores, no recuerdo cuál, empezó a poner discos de Georges Brassens, un cantautor entonces para mi, ante la sorpresa de algunos de los presentes, sobre todo franceses, totalmente desconocido, tal vez por el hecho de estar prohibido en nuestro país. A su pregunta de “Ah, mais vous ne connaissez pas Brassens? “, y mi respuesta de “Je suis vraiment désolé, mais non, je ne le connais pas”, no tardó en llegar su réplica de “Ce n’est pas possible! Vous devez le connaître!”.

    Andando el tiempo, empecé a familiarizarme con él, a disfrutar de la música y las letras de sus canciones, a veces inspiradas en poemas de Paul Valéry, su coterráneo, Louis Aragon o François Villon. Todavía recuerdo –y conservo– el primer disco que compré: un disco de vinilo, hoy en día una pieza de colección, grabado en su casa de París, con Pierre Nicolas, y popularizado luego en el Teatro Nacional Popular.

    Entre otros temás, contiene uno de mis favoritos, Supplique pour être enterré à la plage de Sète, su codicilo testamentario, como él dijo, en el que, tras disculparse por tratar de equiparar sus versos a los de Paul Valéry, pide ser sepultado “al borde del mar, cerca de mis amigos de infancia, los delfines”, como así se hizo en el Cementerio Le Py, no lejos del Cementerio Marino, en donde reposa Paul Valéry.

    Durante mis estudios de posgrado en Paris, Le vieux Léon, La mauvaise réputation, Le pornographe, Le gorille, Brave Margot, Le petit cheval, Les funerailles d’antan, Chanson pour l’auvergnat, Les copains d’abord o Les quatre bacheliers me acompañaron durante horas, colocando a Brassens junto a Juliette Gréco y Jacques Brel en un triunvirato del que no se ha apeado nunca.

    Un día, animado por una fuerza extraña, incluso me acerqué a su domicilio, en el 42 de la calle Santos-Dumont, una casa de dos plantas y amplios ventanales, con el propósito de llamar a la puerta y confesarle mi admiración, pero al final no me atreví y volví mis pasos hacia el mío, en el Boulevard Raspail. Una admiración por el “anarquista bigotudo” (“l’anar à la moustache”) que no ha cesado con el paso de los años.

    Por ello, en el centenario de su nacimiento, no puedo dejar de reiterar una vez más esta admiración por el cantautor, poeta y trovador que iluminó mis días y me aconsejó que “es bueno morir por las ideas, pero que sea de muerte lenta”. Como la reiteré en su día, acompañado de mi familia, en Sète, camino de Génova una vez y de Lavandou otra, con parada previa en Collioure ante la tumba de Machado. Allí, ante un Mediterráneo “toujours recommencé”, como en los versos de Valéry, ante la playa de La Corniche, me encontré con un paisaje que, gracias a Valéry y a Brassens, ya había hecho mío antes de haberlo visto.

    En algunos momentos he tenido esta sensación, pero no siempre, ni con tanta intensidad, como la tuve en esa ocasión, y que, pese al tiempo transcurrido desde entonces, todavía perdura dentro de mi.

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