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El curriculum curriculado y la extinción curricular

  • 21 nov 2021 / 01:00
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Pocas ventajas hay en la profesión de historiador, pero una de ellas es que no es necesario matar a nadie, porque a los historiadores, al igual que a los forenses, los clientes nos llegan ya muertos. Como no podemos curarlos ni devolverlos a la vida, lo único que nos queda es intentar comprender qué ha pasado para que alguien haya llegado a su fin. El tratar con muertos ciertamente impone, y por eso se hace manteniendo las distancias. Así se consigue una visión más amplia y objetiva. Por eso podemos decir que en el caso de los historiadores se puede ver, además de los árboles, no solo el bosque, sino también a los curiosos inquilinos que en otro tiempo vivieron en él.

Comenzaremos en el siglo XV, cuando los navegantes portugueses ponían rumbo a la India en busca de las especias. En su singladura tenían que recalar en las costas africanas, en una tierra que llamaban Negricia, debido al color de la piel de sus habitantes. Allí descubrieron nuestros hermanos navegantes portugueses que sus habitantes daban culto a imágenes que ellos habían esculpido, y las tomaban por seres superiores. También se hacía así en las iglesias de Europa, pero como los seres representados no eran ni Dios ni los santos, los portugueses llamaron a esas imágenes feitiços, introduciendo casi sin darse cuenta un concepto clave en la historia de las religiones.

Tres siglos después, el magistrado De Brosses publicaba en Francia su libro Du culte des dieux fétiches, en el que, partiendo de las descripciones de aquellos viajeros, construyó una teoría según la que el origen de las religiones estaría unido al fetichismo, es decir, a la adoración de unos seres inventados por los sacerdotes con el fin de poder mantener sometida y explotada a la mayoría de la población, que estaría alienada, o enajenada en el sentido literal de la palabra, por creer que esos seres imaginarios eran reales y superiores, y que tenían el derecho de imponerles normas y controlar su conducta. De ello concluyó De Brosses que se podría decir que las sociedades solo son posibles si se da un engaño primigenio, que solo podría ser disipado cuando las luces de la razón hiciesen desaparecer las tinieblas de la religión.

Esta teoría del gran engaño, o la gran ilusión colectiva, fue muy del agrado de Marx, que la reutilizó en El Capital, al hablar del fetichismo de la mercancía. Según él la ideología dominante crea la ficción de que las mercancías y el dinero son el origen del valor o la riqueza. Por eso decimos que el capital se reproduce, o se multiplica, cuando en realidad no es así, pues 100 billetes metidos en una caja no se convierten en 1.000 solo con el paso del tiempo, como si fuesen hongos o bacterias que se reproducen en el cuerpo de un ser vivo. Para Marx la única fuente del valor es el trabajo humano, que se muestra como congelado, o cosificado, en el precio de cada mercancía. No somos capaces de verlo así porque la ideología, que sería el equivalente de la religión, crea las mercancías fetiches y nos aliena, nos hace incapaces de ver la realidad social tal y como es, convirtiéndonos en adoradores del capital y la mercancía, al igual que los modestos habitantes descubiertos por los navegantes portugueses en las costas de Negricia.

Continuaremos nuestro periplo histórico acercándonos a un nuevo continente, en el que habitaba una civilización extinguida, como tantas otras, por no haber sabido adaptarse al medio y por acabar viviendo al margen del mundo real. Es la civilización curricular. Sus miembros poseían una lengua propia, el curriculecto, y no solo la hablaban, sino que también vivían y pensaban curricularmente, siguiendo su concepción del mundo curricular. Y como es misión del historiador describir e intentar comprender las ideas, sentimientos, usos y costumbres de quienes vivieron en el pasado en lugares próximos o lejanos, intentaremos, curricularmente hablando, exponer sucintamente cómo era el mundo de la civilización curricular e intentar explicar por qué se extinguió.

No podrían haber vivido los curriculitas si no hubiesen construido y dado culto a sus propios fetiches. Creyeron, al igual que en los casos anteriores, que esos fetiches eran reales y superiores a ellos, y que por eso debían aceptar las normas que les dictaban quienes hablaban en su nombre. Porque en todas las civilizaciones las normas se expresan verbalmente y alguien tiene que hacerlo por primera vez, ya sean los sacerdotes, los sabios o los expertos; aunque da igual quienes sean, porque al final todos ellos tendrán una cosa en común, y es que son ellos los que mandan, invocando a alguien que ellos ni son ni pueden ser, pero del que se consideran portavoces exclusivos.

Dice la Biblia que Moisés subió al monte Sinaí y tras algunos días bajo con unas tablas en las que estaban escritos los mandamientos. Los autores de la Biblia creían que existía Dios y que era él quién dictaba la ley. En la civilización curricular no puede haber Dios, sino solo criterios técnicos, cifras y datos, que curiosamente acaban por igual por imponer su ley. Cayendo en un estrepitoso anacronismo, si tuviésemos que traducir la Biblia al curriculecto, acabaríamos por decir, que Moisés, el más experto gestor del pueblo de Israel, ascendió con su tablet al Monte Sinaí, y al abrirla oyó una voz que le decía: “tienes diez mensajes nuevos”. Esta sería la traducción correcta para una mente curricular, pues ella solo reconoce las normas anónimas y la comunicación neutra.

Los fetiches curriculares consiguieron controlar toda la vida de los curriculitas haciéndoles creer que sus normas eran objetivas e indiscutibles y que solo adaptándose a ellas podrían vivir obteniendo beneficios personales. Los curriculitas, al igual que los agentes en el mercado, buscaban el mayor beneficio al menor coste, partiendo de que la virtud esencial y la base de la sociedad es el egoísmo, y de que la suma de varios egoísmos no es un egoísmo mayor sino un equilibrio armónico del que nace la justicia.

De la misma forma que en el mercado se busca acumular dinero, en la civilización curricular se intentaba lograr un capital en la moneda propia: el mérito. Los méritos siempre son cifras y por eso se regían por las cuatro reglas de la aritmética. Y así los curriculitas sumaban, restaban, multiplicaban y dividían constantemente, esperando que de la suma de sus ambiciones naciesen el bien común. Y como no hay economía sin cifras ni empresa sin contabilidad, todo su esfuerzo intelectual consistía en adorar a sus fetiches, acumulando sus cifras de méritos para intentar imponerse unos sobre los otros.

Para un buen contable todo lo que no son cifras son fantasía, y la fantasía no es algo a considerar porque con ella no se puede cuadrar el balance. Por eso en su oficio los contables solo hablan el lenguaje de la contabilidad. De la misma manera cuando los curriculitas hablaban el curriculecto, limitaban su vocabulario al mundo de los méritos: sus especies, clases, sumas y restas. Su diccionario no necesitaba muchas palabras y su sintaxis era muy simple, como lo es la aritmética, para que no hubiese lugar a confusión. Por eso, así como es imposible convertir a la contabilidad en poesía, tampoco era posible la poesía en el curriculecto, porque la poesía se basa en los sentimientos y en la exploración de todos los niveles de las palabras cuyos significados ni son planos ni son evidentes, sino que se van deslizando de unos a otros gracias al uso de las metáforas y las imágenes.

Para conseguir que la civilización curricular fuese coherente y funcionase con férrea disciplina fue necesario que sus fetiches cosificasen las relaciones sociales y lograsen la alienación total de aquellos miembros de esa civilización que no eran los gobernantes, porque los gobernantes nunca están alienados, al ser ellos quienes alienan a los demás. Todo esto se consiguió curriculizando el curiculum, o sea, convirtiéndolo en una mundo cerrado, perfecto y paralelo al mundo real. En los currículos curriculizados las palabras no se referían a nada que no fuese el curriculum, los curriculitas solo querían tener relaciones con otros curriculitas, y así poco a poco crearon las condiciones para su extinción, porque en realidad solo podían vivir como parásitos. Creían que sabían, pero no sabían nada, porque todo lo que hacían y decían solo servía dentro del curriculum. Decían que eran importantísimos porque ellos tenían los méritos, pero como esos méritos no le importaban a nadie que no fuesen ellos mismos, y ellos solo podían vivir como parásitos del mundo real, del mundo físico, sobre el que flotaba su universo paralelo, llegó un día en que se apagó su energía y se extinguió su civilización.

Quedan restos de la civilización curricular en un alejado continente que ha sido visto de lejos por algunos marineros. Allí yacen por los suelos los restos de los fetiches de esa extrañísima civilización que desafía la comprensión de los historiadores y de la humanidad en general. Preguntaba un día mi nieto de 3 años dónde estaba él hace muchos años. Cuando le dijeron que no había nacido, contestó: “ya sé, entonces yo vivía dentro de un teléfono móvil”. La respuesta es impecable porque el móvil es un mundo paralelo, como el de la civilización curricular, que quizás se apagó cuando se fue la luz.

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