Firmas

El fin de la inocencia

    • 16 may 2021 / 01:00
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    AQUELLAS tardes de cine, de programa doble, en el barrio donde crecimos. En aquel rato largo se hacía más corto un domingo por la tarde cualquiera, que pareciera que tenía más horas que los de hoy en día. Entrábamos en aventura y en inmersión con los de la pantalla. Aquella vida de mocedad en donde el futuro –del que tanto se nos advertía– parecía tan lejano, una cosa tan de adultos. Aplastados en la butaca éramos reyes o reinas, o galanes o divas o sargentos de caballería, por un rato.

    En aquellos patios de butaca estaba la emoción de un mundo que aguardaba fuera y que estaba por construir y que, sospechábamos, no iba a ser como en la pantalla. Allí se ayudaba al Séptimo de Caballería –con aplausos– cuando llegaba casi tarde al rescate de alguna familia de pioneros. También de entre los asistentes al evento algún escogido reconvenía con palabra gruesa al malo si se pasaba de cruel con los menos favorecidos. Si tomaba nota el truhán y mejoraba su conducta ahí quedaba la cosa. Pero si su abyecta condición no le hacía redimirse, algún otro del patio de butacas aportaba ese insulto que dañaba la reputación de sus parientes. Y no se le mandaba callar.

    Era un mundo de buenos y malos. Y punto. El color gris ya lo traería la vida
    y su devenir. Los buenos bien peinados. Los malos sin afeitar y medio desnudos, como debe ser.

    Todo era fake y de cartón piedra y siempre era demasiado pronto cuando acababa. Veíamos hasta los créditos enteritos. Hacíamos aquella farsa real por un rato y después, ya caída la tarde, quizá con tragedia en La Condomina –o en Los Pajaritos– que se escuchaba desde el bar cercano volvíamos a casa con el pensamiento turbio y el cuerpo inquieto. Éramos dueños de ese rato, nadie más; de esa aventura. Quién sabe si en otro pase de la película las cosas no iban a ser igual: lo mismo el beso no sería tan intenso o si la prota que parecía que me miraba a mí no lo hacía al siguiente. Todo era falso, pero siempre quedaba una duda.

    Ahora, tiempo después, todo está en todos los sitios y a la vez, o casi. Llega todo deprisa, no se prepara desde días antes el encuentro, no fabulamos mirando el cartel de cine toda la promesa de mundos exóticos que ocurriría el domingo Dios mediante. Ahora lo que es verdad parece falso. Y lo que parece falso siempre es falso. O mejor, fake. La inocencia es una especie en extinción y los acontecimientos van más deprisa que el propio deseo de que ocurran. ¿Alguien sabe dónde quedó la cara de asombro?

    Tenemos tanta información (buena o mala) que se puede tener opinión de casi todo. De fútbol, faltaría más, pero es que también de vacunas COVID o de viajes a Marte. Hace ya mucho que no veo a nadie encogerse de hombros por no saber qué decir o qué opinar.

    Vastas áreas quedan todavía en esta provincia y en el resto del mundo en donde internet y todo lo que le es propio no llega. Y eso debe ser malo; impide el desarrollo de las regiones, no las permite evolucionar, las deja en una inocencia tecnológica. Con el lanzamiento por parte de Elon Musk de hasta 42.000 satélites en 2027 para dar servicio de internet a los lugares no poblados se podría dar la puntilla a la España vaciada o la Mongolia deshabitada.

    No me malinterpreten. Será un avance brutal cuando se consolide, pero no me nieguen que, a veces, se agradece que el móvil quede sin cobertura: que es mejor pensar qué pudo pasar con aquella cosa que saberlo con inmediatez. El que escribe tiene que pensar si con tanto satélite podremos seguir soñando.

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