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El poder de los idiotas

    • 15 nov 2020 / 00:00
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    No tienen méritos suficientes para gobernar. En vez de liderar, escudriñan cuáles son las veleidades de unos y de otros y cuáles los pueden ayudar a mantenerse en el poder. ¿Qué es lo que mejor se le da a un idiota? Reconocer a otro idiota. Juntos se organizarán para rascarse la espalda, devolverse los favores e ir cimentando el poder de un clan que seguirá creciendo, ya que enseguida darán con la manera de atraer a sus semejantes.

    Lo que de verdad importa no es evitar la idiotez sino adornarla con la apariencia del poder. “Si la estupidez [...] no se asemejase perfectamente al progreso, el ingenio, la esperanza y la mejoría, nadie querría ser estúpido”, señaló Robert Musil.

    Laurence J. Peter y Raymond Hull fueron de los primeros en atestiguar la proliferación de los estúpidos a lo largo y ancho de todo un sistema. Su tesis, El principio de Peter, que desarrollaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, resulta implacable en su claridad: los procesos sistémicos favorecen que aquellos con niveles medios de competencia asciendan a posiciones de poder, apartando en su camino tanto a los muy competentes como a los totalmente incompetentes.

    Al creerse más listos que todos los demás, los idiotas en el poder se complacen con frases cargadas de sabiduría tales como: “Hay que seguir el juego”. El juego –una expresión cuya absoluta vaguedad encaja perfectamente con el pensamiento del idiota– requiere que, según el momento, uno acate obsequiosamente las reglas establecidas con el solo propósito de ocupar, o mantenerse en una posición relevante en el tablero político, o bien que eluda con ufanía tales reglas, sin dejar nunca de guardar las apariencias.

    Lo que trasladado al mundo contaminado de los partidos políticos genera el clientelismo: solo pueden sobrevivir y avanzar en el partido aquellos que sean “de los míos”; en definitiva, los inquebrantables al poder del más idiota de todos, el líder supremo.

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