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    • 20 oct 2022 / 01:00
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    DESDE hace ya décadas y siglos, la progresión de los niveles de formación y de la generación de ocupaciones laborales que los exigían y fomentaban, al mismo tiempo, tuvo como una de las consecuencias más evidentes, al menos en los países económicamente más desarrollados, el descenso continuado de las tasas de natalidad.

    En las sociedades agrarias tradicionales, donde la disponibilidad de mano de obra, aunque fuese sin un especial nivel de formación, que para manejar un sacho no hacía falta, esas tasas eran más elevadas que las que se podían registrar en las sociedades industriales.

    Con la propia industrialización se dio paso a un profundo cambio demográfico. Una de sus manifestaciones principales fue esa disminución del número de nacimientos. Ya no era necesaria la disponibilidad de mano de obra sin necesaria cualificación. La industria reclamaba cada vez más decididamente trabajadores con niveles de formación más altos.

    Esos nuevos trabajadores más cualificados, además, ganaban salarios más altos, tanto como para mantener a sus familias, acabar con la lacra del trabajo infantil, mandar a los niños a la escuela y hasta lograr una mejora de las condiciones de vida de sus esposas, a pesar de la persistencia de una obvia discriminación. Incluso las propias mujeres se van reincorporando al nuevo mercado laboral en mejores condiciones que las de antes.

    Otra de las consecuencias de todo eso era que una parte cada vez mayor de la población, a la vista de esas mejoras comparativas, se fue del campo a la ciudad, cambiando las labores propias de la agricultura tradicional por las más favorables de la tecnología industrial. Los que no lograban ese tránsito se incorporaron prácticamente en su totalidad a los flujos migratorios.

    En cualquiera de los casos, el del desplazamiento laboral a la ciudad industrial o el del éxodo migratorio, el abandono del mundo rural tradicional fue definitivo. La población de este medio, principalmente aldeano, no hizo sino reducirse continua y hasta a veces aceleradamente.

    ¿Que por qué les cuento todo esto? Porque estoy seguro de que releyéndolo pueden ver la imagen de la Galicia de estas ya bastantes últimas décadas. Aquí, además, el fenómeno migratorio fue más intenso que el de la urbanización industrializada. O, si quieren, al ser más débil nuestra industrialización, a cambio, fue mucho más intensa nuestra emigración.

    Y el proceso de vaciamiento del mundo rural, cualquiera que fuese la vía que hayan elegido los huidos, aún no ha concluido. Muchos de los que quedan en nuestras aldeas es porque no han podido irse.

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