Firmas

¡Haga el favor, recuérdeme qué tengo que recordar!

  • 12 dic 2021 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego

Si existe ahora un mundo en el que la legalidad y la legitimidad apenas coinciden ese es el mundo de la política. Y es que los que en él desempeñan, con pleno derecho y tras un juego electoral no todas las veces limpio, los diferentes cargos, dan la impresión de que gobiernan solo porque tienen derecho a gobernar, y como lo tienen que hacer, lo hacen y punto. ¿Para qué? Pues para eso, para ocupar un cargo, que es en lo que consiste la esencia del gobierno en nuestro mundo al revés.

El gobierno de una ciudad, una institución, una autonomía, o un país, es todo lo contrario que eso: es un servicio público que se debe prestar a los gobernados, que son el fin último de la acción del gobierno. Podríamos decir así que, aunque los que gobiernan son, y siempre fueron, los que mandan, paradójicamente en una sociedad democrática los gobernantes son quienes tienen que estar subordinados a los gobernados. Esa fue la razón por la que, cuando se creó el estado-nación, que se basa en la idea de la soberanía popular, los funcionarios y administradores fueron llamados servidores públicos. Y fue así porque los estados dejaron de ser patrimonio personal de los monarcas o emperadores y pasaron a ser considerados un bien común, que precisamente por ser de todos no puede ser de ninguno. Y por eso nadie debería poder utilizarlo como un medio o un juguete para el logro de sus propios fines.

Esto es lo que enseña en las facultades de derecho y ciencias políticas, así como debería enseñarse en todos los niveles de la enseñanza, adecuándolo a cada uno. La mayoría de los ciudadanos creen, o les gustaría creer, que es así. Y debemos reconocer que por lo menos una parte de los políticos también comparten estas ideas e intentan actuar en consecuencia, lo que no les garantiza muchas veces el éxito en un juego político en el que la moneda mala parece haber desplazado a la buena, de la misma manera que pasa en la economía. Casi siempre damos por supuesto lo bueno, porque consideramos que forma parte del orden normal de las cosas, y nos llama la atención mucho más lo malo, por la misma razón que el crimen proporciona muchos mejores argumentos para el cine o la literatura que la vida cotidiana. Decía L. Tolstoi que todos las familias felices lo son de la misma manera, mientras que las desgraciadas lo son cada una a su modo. Y es por eso que el adulterio, los crímenes pasionales y los delitos sexuales dan tanto juego en la literatura. Por eso los malos políticos son de los que más se habla.

Un gran pensador chino, Lao Tsé, decía que el mejor gobierno es el que no gobierna nada. Y tenía razón porque si en el imperio chino el emperador no hacía nada, no iba a la guerra, ni construía grandes obras con el sudor de los campesinos, necesitaba cobrar menos impuestos. No vivimos en el imperio chino, pero es verdad que si las administraciones públicas funcionasen perfectamente y cubriesen las necesidades de los ciudadanos, el gobierno y la política dejarían de ser necesarios, porque la política sirve para corregir lo que está mal y mejorar las cosas, solo cuando las cosas estén mal.

Si, pervirtiendo su propia naturaleza, la política se convierte en una profesión muy bien remunerada y la ejercen quienes muchas veces no tienen profesión propia, o acuden a ella para mejorar sus negocios en el futuro, la política se deslegitima. Podríamos decir que se prostituye en cierto sentido, porque la prostitución no es, para las mujeres que la ejercen, sexo, sino dinero. La prostitución degrada el sexo, al convertirlo en lo que es a costa del sufrimiento y la miseria de las mujeres, sobre todo, y de la misma manera en la política se puede prostituir casi todo. Todo lo personal y aquello que es más humano puede ser objeto de prostitución política, cuando en política todo vale y se convierte en un medio para el lucro profesional de quienes la ejercen.

Hace 85 años que se inició nuestra desastrosa guerra civil. Este año el 20 de noviembre ya casi nadie habló de la muerte de Franco. Nostálgicos de la ultraderecha recordaron el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Yo imparto clase en el último curso del grado de historia a estudiantes a los que les faltaban 25 años para nacer el día que murió Franco. Para la mayoría el franquismo es algo ajeno, lejano y difícil de entender. Una minoría se declara antifascista, utilizando fascismo como sinónimo de cualquier tipo de represión, como cuando se dice que la transexualidad es antifascista. Desgraciadamente cada vez más de nuestros alumnos admiran las dictaduras: comunistas, pero también nazis y fascistas, y consideran que la democracia parlamentaria no los representa, y es un sistema inútil y superado. Y es que nunca en la educación en todos los niveles se ha conseguido que lo que se intenta transmitir en los campos de la lucha contra la violencia, la explotación o la intolerancia esté produciendo el resultado contrario.

En la noche política en la que todos los gatos son pardos se utilizan alegremente palabras y lemas, consiguiendo humillar y burlarse de aquellas personas que fueron víctimas de las violencias del pasado, porque sus sufrimientos se convierten en el capital que debe dar réditos para el ascenso en la carrera de algunos políticos, y desgraciadamente a veces también de algunos docentes, que se caracterizan casi siempre por no haber tenido nunca ningún compromiso político, por no descender ni conocer a las que fueron víctimas del pasado o a sus descendientes directos, y por no haber sufrido, ni conocer ni directa, ni indirectamente en sus carnes lo que fueron los aspectos más negros de nuestro pasado reciente. A esa generación pertenece Pedro Sánchez y muchos políticos de izquierdas y de derechas, nacionalistas españoles o periféricos, que nunca vivieron el lado oscuro de un pasado, que tampoco conocen porque no lo quieren estudiar.

Son ellos los que en un delirante texto legal han creado la idea de memoria democrática. Una ley es un texto que crea unas normas de obligado cumplimiento y se puede imponer a los ciudadanos, en aras del bien común, aunque sea en contra de su voluntad. Las leyes solo las pueden interpretar los jueces o los funcionarios que legalmente las aplican y deben ser obedecidas. El cumplimiento de una ley exige una obediencia externa, no la fe en su contenido. Da igual que yo no crea en los impuestos, el Código Penal o el de circulación. Los tengo que obedecer o atenerme a las consecuencias.

Por el contrario mi memoria es totalmente personal, y puedo compartirla espontáneamente con distintos círculos de personas: pareja, familia, vecinos, compañeros de trabajo, aficiones o grupos artísticos, deportivos, políticos y religiosos. Solo hay una memoria obligatoria: la que se impone en la enseñanza o se celebra con desfiles militares, y fiestas nacionales. El gran lingüista Roland Barthes dijo una vez que la gramática es fascista porque en ella solo hay dos clases de cosas: las que están prohibidas y las que son obligatorias. También dijo, y por la misma razón, que la historia y su enseñanza lo eran, porque me obligan a asumir una identidad nacional, española, catalana, francesa, y me dice cómo debo ser, lo que debo pensar, lo que debo sentir y a quién debo odiar o amar como enemigo o aliado de mi patria.

Una ley que impone la memoria no es una ley democrática, es una ley fascista, porque la memoria es de las personas y los grupos. La idea del estudio de la memoria nació entre los supervivientes y estudiosos del Holocausto y luego se imitó. Y fue así porque los nazis se encargaron de que no quedasen documentos directos de una operación no en vano llamada “Noche y niebla”. Cuando Primo Levi ingresó en Auschwitz un guardián le dijo dos cosas: “aquí se entra por la puerta y se sale por la chimenea”; y “ya estás muerto, porque si sobrevivieses nadie te creería si intentases contar lo que pasa aquí”. Primo Levi, químico de profesión, no hizo carrera ni como político ni como historiador y al final se suicidó, cuando un día comprendió que a sus hijos su historia ya no les interesaba nada. Como él lo hizo uno de cada tres supervivientes, otro tercio se volvió loco y la mayoría decidieron olvidar para sobrevivir.

La memoria es uno de los más sagrados derechos de las personas y los colectivos que han sufrido el olvido de sus penas. Es un derecho intransferible y no delegable en oportunistas políticos o académicos. De lo que se trata es de quedarse callado y dejarlos hablar de viva voz o en sus textos y recuerdos, y limitarse a garantizar que esos recuerdos de algún modo se conserven para lección de quien quiera oírlos. Se merecen ese respeto, y la mayor ofensa que se les puede hacer es manipularlos, insinuarles que no se acuerdan bien, porque son el político y el historiador los recordadores profesionales, y creer que se pueden conformar con la justicia poética de los jueces de papel, que no repararán daño alguno, porque casi siempre es imposible ya hacerlo, pero que verán satisfechos sus egos al desempeñar un papel que se puede convertir en un simulacro.

Se dice que no hay nada más doloroso que acordarse de la felicidad perdida, la que todas esas personas y sus antepasados perdieron cuando eran reconocidos como tales en su mundo. Políticos e historiadores deberían hacer el esfuerzo de intentar entender esto en un mundo en que son felices por alcanzar ese reconocimiento que las víctimas nunca lograron.

TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.