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Ir a remolque

    • 27 mar 2021 / 01:00
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    QUEDA lejana en el tiempo (1986) –y con una antigüedad que en lo anímico cabría considerar casi geológica– la visita que Marcelino Camacho, líder de Comisiones Obreras y acaso el más comprometido batallador que la clase obrera tuvo nunca en España, hizo a Galicia para apoyar a los trabajadores de la mina de Touro, encerrados en la catedral compostelana ante la confirmada clausura de la mina ubicada en este municipio y que, pese a los más recientes intentos, parece de recuperación imposible.

    Y se señala que es más la antigüedad anímica que la temporal por ese extendido sentimiento de rechazo, tan profundamente arraigado desde hace unas pocas décadas en la sociedad, que concibe toda actuación minera como indeseable y degradante para el medioambiente. Una indocumentada, por más voluntarista que parezca, forma de negar la propia evolución de la tecnología actual y que asienta su oposición en las pocas e irresponsables experiencias de un pasado ya inimaginable hoy día pero que, a la vez y paradójicamente, sigue conforme con las más recalcitrantes prácticas de la obsolescencia programada, como ejemplificadora forma del desbocado consumo de recursos minerales limitados.

    Olvidan que esa irrefrenable demanda es el más favorable caldo de cultivo para que las prácticas deleznables se produzcan, sí, pero en otras geografías con poblaciones más indefensas y gobiernos menos garantistas. Por eso aseguraba Camacho que “con un salario vuestro se pagan cuatro en Neves Corvo (Portugal) y no digamos ya cuantos en Papúa Guinea”.

    El anuncio del Gobierno Sánchez de ubicar en Martorell la primera fábrica de baterías para vehículos eléctricos en España ha desatado una frenética carrera de otras comunidades que se consideran con idénticos o superiores derechos a los que pueda presentar la localidad catalana. Así, Galicia, Valencia y Aragón basan su reivindicación en su proximidad con fábricas de automoción o ejes de comunicación mientras Extremadura hace valer su apuesta en la existencia en su subsuelo del litio necesario para producir las celdas de energía.

    Galicia, como acostumbra, se suma ahora a ese carro de la reclamación tardía cuando hace ya cerca de dos décadas que se anunció para la zona de Vigo un primer intento de una de esas fábricas. Al margen de las razones de su desistimiento –que algunos aún no dan por definitivo–, lo cierto es que el Gobierno gallego dejó pasar la oportunidad no sólo de explorar las sinergias favorecedoras para dicha implantación, muy singularmente en la prospección de minerales para abastecerla, sino que incluso denegó hace escasos meses el proyecto de investigación Alberta I a desarrollar en terrenos de Beariz y Avión para explotar recursos de estaño, volframio, tántalo, niobio y, también, el demandado litio.

    Es decir, tiró por la borda del desprecio quizá el más importante argumento para reclamar, ahora, esa fábrica de baterías. ¿Con el ingenuo convencimiento de que Portugal nos aportará su materia prima, al otro lado de la frontera, que aquí no se quiso explorar y que, como asegura el Colegio de Geólogos podría abastecerse desde el subsuelo gallego?

    Club de Roma y Unión Europea insisten en la necesidad de fomentar la exploración y aprovechamiento de los recursos propios. Aquí, ecologistas de salón, nos conformamos con unas controvertidas y bucólicas leyes de paisaje natural y con aportar, más en la emigración que en el propio terruño, mano de obra barata.

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