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La Xunta, a otras cosas

    • 04 jul 2022 / 01:00
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    LA concurrencia de incendios a mediados del mes de junio en distintas localidades de Cataluña y en las provincias de Ourense, Zamora, Asturias, Navarra, Teruel, Castellón, Toledo, Murcia y Málaga dejan tras de sí, con la contundencia de lo que no admite réplica posible, algo de lo que vienen avisando los geógrafos: Los incendios forestales no son posibles, son seguros. Y una segunda evidencia, la coincidencia de esos grandes incendios estaba anunciada y prevista. Se produjo y se recrudecerá cada vez que confluyan todos los condicionantes experimentados en junio y llamados a repetirse.

    Singularmente trágico fue el zamorano de la sierra de Las Culebras, el más grave de los ocurridos en España en el presente siglo –30.800 hectáreas calcinadas– con su catastrófica alteración del ecosistema, del sistema productivo y, aún, de un espacio vivido a los que poco podrá aliviar la recurrente apelación a la declaración de zona catastrófica.

    En muchos de estos siniestros, y concretamente en el caso de Las Culebras, late la confirmada percepción de que no se habilitaron a tiempo las medidas de defensa –en Zamora no estaba plenamente operativo el plan de lucha– que el buen juicio y las advertencias de la Agencia Estatal de Meteorología aconsejaban.

    Entre las dos formas posibles de enfrentarse a la plaga incendiaria y sus nefastas consecuencias las administraciones han optado por la más cortoplacista, fácil y negativa, la de las campañas para actuar sobre el hecho consumado en vez de anticiparse, de prevenirlo –la otra y más razonable opción– trabajando sobre el territorio, gestionando el paisaje con medidas resilientes que adapten el entorno natural y rural a las amenazas derivadas de esa conjunción de factores, como pasó en junio, al confluir una ola de calor, intensos y cambiantes vientos terrales, la descontrolada carga de combustible en el monte, el desfavorable estado hídrico y la ausencia de elementos naturales que actuasen a modo de cortafuegos.

    Situaciones y nuevos condicionantes –la aceleración del cambio climático– que debieran llevar a una primera urgencia; la de adecuar medios y operativo a las nuevas circunstancias, con la prevalencia de estrategias a favor de obra, proactivas, en lugar de las que solo reaccionan ante el hecho consumado de la catástrofe, las reactivas.

    En el fondo del problema, lo repiten los expertos, está el cambio experimentado en el paisaje, tanto físico como social, que obliga a un serio replanteamiento a la hora de trabajar sobre el territorio. Y no
    sería mal comienzo iniciarlo en
    los ecosistemas naturales más valiosos, los núcleos habitados, las infraestructuras esenciales y las áreas más críticas con las pro-
    puestas que Alberto Magnaghi diseñó para la región italiana de la Toscana.

    Esa necesaria, racional y completa actuación sobre el territorio, más en el caso de Galicia, no solo es aconsejable como política contra los incendios. Es, mucho más que eso, exigencia ineludible que –de la demografía, a la nueva economía, de la cultura social a la pervivencia de valores– asiente los pilares de nuestro bienestar. Pero Consellería y Xunta están a otras cosas.

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