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Las ‘oficinas’ catalanas en el exterior

    • 03 jul 2021 / 01:00
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    HE leído el último libro de Andrés Rosler, un libro que, pese a un título aparentemente equívoco, La ley es la ley, es sumamente interesante por su contenido, y lo he hecho con la mirada puesta en un tema de palpitante actualidad, como es el de las oficinas catalanas en el exterior. A diferencia de lo que sostiene la Generalidad de Cataluña, con el consentimiento tácito del Gobierno, Rosler opina, al reflexionar sobre la ley, que el derecho que es no tiene por qué coincidir con el que nos gustaría que fuera, añadiendo, para completar este matiz, que el derecho no existe para darnos la razón, sino para que nosotros se la demos a él y respetemos de esta manera su autoridad. Y esto último es lo que no han hecho ni la Generalidad, ni el Gobierno, al obviar la normativa que regula la actividad exterior de las comunidades autónomas, por no darles, precisamente, la razón.

    Hay dos normas que se refieren de forma expresa a esta actividad: una, de carácter general, sobre la organización y funcionamiento de la administración general del Estado; y otra, de carácter específico, sobre la acción y el servicio exterior del Estado. La primera establece que la administración general del Estado en el exterior (misiones diplomáticas, representaciones permanentes, delegaciones, etc.) colaborará con “las oficinas de las comunidades autónomas”. Y la segunda, que estas comunidades “adecuarán sus actividades a las directrices, fines y objetivos de la política exterior fijados por el Gobierno”; que éste precisará las medidas y directrices que regulen y coordinen estas actividades; y que dichas comunidades “informarán al Gobierno del establecimiento de oficinas para su promoción exterior”, debiendo el Ministerio de Asuntos Exteriores dictaminar sobre ello a la luz del principio de unidad de acción exterior.

    Ninguna de estas dos normas es todo lo afortunada que debería ser, pues, como ha señalado recientemente Araceli Mangas, no sientan las condiciones para la apertura de estas oficinas. Por si fuera poco, el Estatuto catalán vigente, a la hora de regular el establecimiento de las oficinas catalanas en el exterior, desbordó la legislación ordinaria, permitiendo la representación exterior de esta comunidad autónoma mediante delegaciones permanentes, un concepto que se aleja del de oficinas y se acerca en cambio al de representaciones permanentes, que dicha legislación ordinaria, en línea con la normativa diplomática al uso, reserva para las misiones que representan a nuestro país ante una organización internacional. Sea como fuere, ¿quién se ha ocupado en el seno del Gobierno, sobre todo en los ministerios de Asuntos Exteriores y de Hacienda, de controlar estas oficinas, preservando la unidad de acción exterior y los recursos públicos?.

    La Generalidad, en el despliegue de su red exterior, ha contado con un organismo interno, como es el Consejo de Diplomacia Pública de Cataluña o Diplocat, no sólo para ejecutar este despliegue, sino también para promover, a través de esta red, las tesis independentistas, con unos recursos infinitamente superiores a los de nuestras embajadas. Además de esta falta de recursos, nuestras embajadas han contado con otro factor que también ha jugado en su contra y, en última instancia, en contra de los intereses nacionales, como es la falta de instrucciones que sean un reflejo de una política exterior clara, coherente y continua, una política que a día de hoy se sigue echando en falta, fruto de un pacto de estado, como deberían serlo educación, defensa o justicia. Y ello, ¿por qué? ¿Porque falta un proyecto serio de país? ¿O porque no hay el mínimo interés en tenerlo?

    Tras la actuación del Tribunal de Cuentas, informando, a diversas personas implicadas en el (des)control del gasto de la acción exterior de la Generalidad, de una liquidación provisional, que asciende a 5,4 millones de euros, así como de las irregularidades cometidas en este ámbito, al Gobierno y a la Generalidad le ha faltado tiempo para denunciar dicha actuación, considerándola como un obstáculo a la concordia o incluso como una persecución.

    Una consideración que pone de relieve que el derecho que es, como decía al principio, no es el que a uno y a otra le gustaría que fuera; y que, por no darles la razón, no están dispuestos a dársela a él, ni tampoco a respetar su autoridad. Ello conlleva una clara contravención de los parámetros de conducta que permiten el equilibrio y la convivencia sociales, agravada por el hecho de ufanarse de ello, insolentememte, de forma reiterada. Pero, ¿a quién le importa?

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