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Lo virtual y lo real

  • 17 may 2020 / 00:00
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Todo sabemos que unas cosas son reales y otras imaginarias. No es lo mismo tener un millón de euros que imaginarse que lo tenemos, y por eso una cosa es invertir nuestro dinero efectivo en bolsa y otra muy diferente es el cuento de la lechera, en el cual el planteamiento empresarial de la protagonista se vio bruscamente frenado por la realidad. Nuestra jovencita del sector lácteo se dio cuenta, al tropezar con una piedra, de que no solo una cosa es la realidad y otra la imaginación, sino de que además de eso, las ilusiones y los deseos no siempre se pueden satisfacer, y que por eso es bueno ajustar la balanza en la que debemos equilibrar nuestros deseos con nuestras satisfacciones.

Debemos tener ilusiones, porque sin ellas no podríamos vivir, pero una cosa es tener ilusiones y otra muy distinta es ser un iluso. Y si además hacemos de nuestras ilusiones todo un sistema cerrado, perfecto e irrefutable, entonces ya no seremos unos ilusos, sino que estaremos viviendo un delirio. Decía Freud que los delirios de los paranoicos eran muy similares a algunos sistemas filosóficos, o a algunas ideologías, porque todos ellos tienen en común en que no es posible refutarlos. Cuando un enfermo padece un delirio de persecución todo lo que observa confirma ese delirio en el que es espiado y atacado constantemente. Naturalmente todo aquello que le es hostil es prueba irrefutable de la existencia de la conspiración, pero lo que no le es hostil también lo es, porque lo interpreta como una estrategia para ocultar la agresión.

Podemos ilustrar esto con un ejemplo tomado del libro de Antonio Colodrón Las esquizofrenias. Síndrome de Kraepelin-Bleuler, Madrid, Siglo XXI, 1990, 2ª ed.). Un paciente ha desarrollado un delirio complejo y cerrado, que le dice que está muerto. El psiquiatra razona con él y le dice si come, duerme, etc. El paciente contesta que sí, pero que todo esto lo hacen también los muertos, por lo que no lo puede refutar. El médico le pregunta entonces si los muertos sangran, a lo que el enfermo responde que no, que eso de ninguna manera. El médico, aprovechando un descuido, le da un pequeño pinchazo con una aguja y sale una gota de sangre, a lo que responde el enfermo: “¡Dios mío los muertos también sangran!”.

Algunos autores defienden que algunas universidades viven al margen de la realidad, por lo que se han publicado trabajos con el título de “The Psychotic University” (Burkard Sievers, Ephemera, 2008, volumen 8 (3): 238-257). La situación que estamos viviendo es una buena ocasión para poder valorar el acierto de estos diagnósticos, pues cuando muchos países se paralizan, crece el paro de forma exponencial y se anuncia una muy seria catástrofe económica, avalada por las cifras de la macroeconomía y no por las profecías de Nostradamus, se pretende hacer creer a la gente que en la universidad todo sigue igual, que todo está bajo control y que es casi inmune al durísimo golpe que la realidad nos ha propinado a todos y cada uno.

Vamos a comenzar por arriba, observando lo que está pasando en las universidades de élite de los EE. UU., que anuncian posibles quebrantos, cuando no quiebras financieras, debido a esta situación. Esas universidades tienen tasas de matrícula que pueden ser de unos 40.000 $ al semestre, y sus estudiantes muchas veces piden créditos para el estudio. Unos créditos que han formado lo que se llama la burbuja universitaria, porque suponen más de un billón de dólares en deuda. Esas tasas de matrícula incluyen el alojamiento completo y no solo la docencia en pequeños grupos, sino el uso de todos los medios materiales de los que cada universidad dispone.

Cuando se cerraron las universidades, debido a la pandemia, cada una de ellas ha procedido a devolver las tasas de matrícula por los meses perdidos, de la misma forma que algunas compañías de seguros de automóviles devolverán las cuotas correspondientes a los meses en los que el coche no ha podido circular. Se ha reforzado la docencia virtual, que ya existía, pero esa docencia no puede suplir a la otra. Y además ha sobrevenido un nuevo problema, y es que los estudiantes comienzan a sopesar cursar sus carreras “a distancia”, porque son mucho más baratas y no requieren vivir en el campus. Si eso se consolida, esa pérdida de ingresos podría llevar a algunas universidades de élite a la ruina, pues lo que ellas venden es todo lo contrario: instalaciones, medios materiales, atención individualizada y presencial en un marco institucional real.

Vamos a ver qué es la enseñanza digital en las carreras en las que es posible cursarlo todo sin salir de la pantalla. Derek Bok (Universidades a la venta, PUV, Valencia, 2010), expresidente de la Universidad de Harvard, lo ha explicado muy bien. Buscando nuevas fuentes de financiación, su universidad comenzó con la enseñanza virtual, cuyo funcionamiento básicamente sería así en cierto modo como el de nuestra UNED. La universidad pone en línea los cursos completos: textos, ejercicios, problemas, que el alumno puede descargar pagando por la descarga, ya que esos materiales tienen un autor, y el Tribunal Supremo de los EE. UU. ha reconocido que ahí rigen los derechos de autor, del profesor o de la universidad, si se los ha vendido mediante contrato. La calidad del curso dependerá de la calidad del profesor, si es autor individual de los materiales con los que se va a trabajar, o de la calidad de la universidad. Nada tiene esto que ver con los materiales descargados por profesores en sus aulas virtuales, tomados de manuales de otros autores a los que ni se cita, cuando no directamente de Google o la Wikipedia. Ni con los PowerPoint proyectados en el aula y leídos por el profesor, como si recitase el viejo Catecismo.

Bok afirma que ese sistema comenzó siendo rentable, pero pronto dejó de serlo, porque el número de alumnos matriculados descendió notoriamente. Y es que no se pueden cobrar 40.000 $ por un curso en línea. Pero es que, además de ello, el sistema hace cada vez menos necesarios a los profesores, como ha analizado Frank Donoghue (The Last Professors, Fordham University Press, 2008). En efecto, si todos los profesores de una universidad imparten su asignatura, como se hace en la UNED, con unos materiales oficiales de los que no son autores, no solo pierden su libertad de cátedra, sino que además sobran. Surge así el llamado taxi-professor, que trabaja en varias universidades a la vez y por horas, tal y como hacen nuestros tutores de la UNED, que tienen otros empleos, de los que viven, y son en realidad profesores auxiliares.

En España los profesores cobran por las horas de docencia en el aula, 240 horas anuales, y por las tutorías presenciales. Y se supone que imparten sus asignaturas, bien o mal, pero suyas, y no que son lo que se llamaba en el siglo XIX profesores repetidores, o auxiliares. No solo se cobran por clases reales sino que los alumnos pagan su matrícula por créditos, que son horas reales, teóricas y prácticas. Si no las reciben deberían devolvérsele parte de las tasas. Y ya no digamos si pierden el trabajo en el laboratorio y dejan de tener acceso a las bibliotecas reales, que son aquellas en donde está lo que no se encuentra en internet.

Hay dos opciones, si se quiere apostar en modo delirante por la docencia virtual. Que cada profesor escriba su curso de pe a pa, y no copie un manual, y lo ponga en acceso cerrado a sus alumnos, lo que equivaldría al trabajo de sus horas de clase reales. O bien que se ponga en el ordenador un texto oficial. En ese caso habría que despedir profesores y ajustar las ratios profesor-alumno al nivel de la UNED, la única universidad que controla el Ministro de Educación, a su vez creador, promotor y apóstol de la Universitat Oberta de Catalunya, que es todo un modelo de negocio que puede favorecer el descrédito de las universidades públicas españolas. Si en la universidad el futuro ha de ser sobre todo digital, los que no tendrán futuro serán los miles y miles de profesores que sobrarán porque no darán clases. Y es que no es lo mismo un maestro que orienta a sus alumnos en los ejercicios con el ordenador que un profesor que imparte un curso universitario de verdad, como se hace en las buenas universidades.

De tontos sería negar el inmenso valor de las herramientas informáticas, para la recopilación de información, su sistematización, para el cálculo, el diseño y el desarrollo de la automatización. Pero eso solo está al alcance de los profesionales en esos dificilísimos campos de los que dependerá buena parte de nuestro futuro. Cosa muy distinta son los simples usuarios de un ordenador que confunden las teclas con el saber, y el uso de los programas con la inteligencia. Ellos son los más fieles creyentes en el delirio digital que los ampara. Su paranoica fe es inversamente proporcional a sus capacidades profesionales, y bajo ella se amparan en las tinieblas digitales.

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