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    • 18 may 2021 / 01:00
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    en un mundo que cada día se acelera más, el Gobierno baja en nuestras carreteras urbanas la limitación de velocidad a 30 km/h. Me imagino que, por este motivo, en días pasados los operarios encargados de cambiar las señales de tráfico se verían obligados a realizar horas extra, aunque yo, la verdad, no vi a ninguno. ¿Alguien vio alguna vez a alguno? ¿Existen, realmente, este tipo de trabajadores? ¿Por qué nadie rodó nunca películas sobre los profesionales que reponen las señales de circulación? Hago esta pregunta desde el máximo respeto a estos oficios olvidados, y pienso que si se me ocurre seguro que es por pertenecer a una de las profesiones que más juego dio a los guiones del séptimo arte.

    El idilio del periodismo con el cine se pierde en la noche del celuloide y sería fácil citar aquí cintas míticas de Orson Welles, Howard Hawks o Billy Wilder. ¿Y quién no conoce Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, sobre el Watergate, o la más reciente Spotlight, de Tom McCarthy, oscarizada por contar como el The Boston Globe destapó los casos de pederastia de sacerdotes católicos en EE. UU.?

    Estas dos películas reproducen fielmente los diferentes ambientes que se viven en una redacción –ilusión, camaradería, tensión, vértigo...–, y sin embargo no se encuentran entre mis favoritas. La primera, porque crea la ilusión incierta de que se puede doblegar al poder desde las páginas de un periódico de manera sencilla, ya que Carl Bernstein y Bob Woodward consiguieron provocar la dimisión del presidente republicano Richard Nixon, pero no es lo que suele pasar –y menos en La Moncloa, que parece más pegajosa que la Casa Blanca–. La segunda, porque da la impresión de que todos los editores invierten paciencia y dinero en grandes equipos de investigación, cuando en la realidad no suele haber ni tiempo ni recursos para ello.

    Personalmente, prefiero el cine que toca tangencialmente el periodismo, el que lo mezcla con la vida. Me inclino por el Michael Caine corresponsal de guerra en Saigón en El americano impasible o el Brad Pitt reportero local en El río de la vida. Ese retrato del periodista un poco canalla consigo mismo, pero bondadoso con los demás y algo cabroncete con el poder. Una persona que ilumina cualquier espacio o situación en la que aparece, que la gente la añora cuando falta, que vive y absorbe todos los detalles sin tomar notas, que cuando asoma por los plenos de los ayuntamientos o los parlamentos los políticos giran sus cabezas y piensan para sí “joder, a ver qué va a publicar éste mañana”. Aunque ahora ese mañana ya es hoy, porque internet nos metió la prisa en el cuerpo y el personal suspira hasta por leer noticias –quién lo iba a decir–, sobre todo si son gratis.

    La teoría de la relatividad del tiempo de Einstein tal vez era esto, no tanto viajar a la velocidad de la luz, como viajar a la velocidad de las noticias. Neutralizar los minutos que transcurren desde que se producen hasta que se leen ya no sólo es posible, sino que habitamos un mundo donde se pueden leer incluso antes de que ocurran. Y más aún, a veces sin necesidad de que lleguen a ocurrir (posverdad). Pasa cuando el periodismo no respeta sus señales de velocidad y, si no frena, esa película será nuestro The end.

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