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Re-Renacimiento y humanismo 4.0

    • 21 nov 2022 / 01:00
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    LA enfermedad llegó de Oriente, aunque eso se supo después. Los animales se la transmitían a los seres humanos. Muchas personas fallecían a los pocos días de contraerla. En poco tiempo infestó medio mundo, como un tsunami invisible. Entre el común cundió el pánico. Las juntas de sanidad ordenaron cuarentenas y medidas de control ambiental. Algunos huyeron de las ciudades al campo. Y la muerte se convirtió en cercana, cotidiana...

    Esta, que no es la crónica del drama pandémico de 2019-2020, bien podría ser un microrrelato sobre el navajazo que la peste negra asestó a Europa a mediados del siglo XIV, en el otoño del Medioevo.

    La diferencia entre ambos males no es que aquel naciese de una bacteria (yersinia pestis), y este, de un virus (SARS-CoV-2). Tampoco que, entre la peste justiniana –en la Constantinopla del siglo VI– y la ola de Hong Kong del XIX, transcurrieran 1.300 años, mientras el Covid nos golpea con oleadas cada dos por tres. Ni siquiera que los bichos propagadores fuesen, en un caso pulgas o gatos, y en el otro, según algunos, murciélagos. O que uno llegase a nuestro continente por Mesina en barcos genoveses, y el otro, por Francia, en aviones que trasladaban a ciudadanos chinos o a visitantes de Wuhan.

    La verdadera disparidad estriba en el gigantesco salto sanitario desde el primer gran pico pestífero del XIV. Nuestro Covid es la primera pandemia atacada desde un sistema de salud ultramoderno. Y la primera en la que fuimos capaces de alumbrar un antídoto en un nanosegundo de la historia e inyectarla en masa después, en un periquete.

    Por ende, y porque en la Edad Media carecían de mascarillas, EPIs y desinfectantes químicos, la peste negra se cargó a unos 80 millones de personas en sus seis años álgidos, y el puñetero coronavirus –aunque este en dos años–, a “sólo” siete millones (por ahora).

    Sea como fuere, la muerte negra sobrevino en una Europa sumida en profunda crisis por las constantes hambrunas y guerras. Estas fueron la guinda de un pastel de feudalismo y teocracia que el vasallaje se había tenido que tragar, pero que ahora estaba deseando regurgitar.

    En cambio, no fue el pueblo llano el que volteó esa situación, sino la sed de cultura de una burguesía (italiana) podrida de dinero. Ella encendió la luz del Renacimiento, que inundó el mundo conocido con su humanismo antropocéntrico, sus primaveras de Botticelli y sus polímatas, hijos todos del enorme Leonardo.

    Hoy también tenemos pandemia, guerra... y todo un indiciario que probaría sin dificultad ante cualquier juzgado de guardia que la moralidad de nuestra sociedad está tocando fondo.

    Suma y sigue: el individualismo y egoísmo exacerbados -la infravaloración de la honradez, el sacrificio y la ética- el culto monoteísta al dinero y a la fama -la fascinación desmesurada por lo meramente estético- el despotismo populista (ni ilustrado, ni ilustrativo) -la velocidad descontrolada del ritmo de vida y de los avances científico/tecnológicos- el desapego hacia cualquier viso de espiritualidad por confusión con lo religioso, si cabe aún más denigrado.

    En algún momento decidimos tirar a la basura nuestra catadura moral -eso sí, en el punto limpio de lo políticamente correcto-, sin percatarnos de que el alma no es reciclable.

    Pero si algo nos ha enseñado el devenir humano, es que nunca hubo ruina, guerra o decadencia a las que no les siguieran períodos de prosperidad, paz y renovación.

    Al recibir el Nobel de Literatura en 1949, Faulkner afirmó que el hombre es inmortal “porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia”. Y, mucho más cerca, Machado veía “algunas hojas verdes” en su A un olmo seco de 1912 (aunque no sepamos si se refería a su mujer -muy enferma-, o a la flácida España postcolonial. O a ambos).

    En los últimos años ha brotado algo de verde esperanza: el regreso a la vida en el rural; el voluntariado social; la economía colaborativa; el slow movement (recuperar el control del tiempo); la revolución medioambiental (eso sí, ante la amenaza de reventón del planeta).

    Ojalá esas sean simientes para un Re-Renacimiento imprescindible. Que debe llegar cuanto antes. Que sólo puede emanar del empuje de la juventud. Que tiene que devolver a la persona al centro de toda acción humana.

    Yo, como el San Manuel Bueno (ahora, Unamuno), quiero creer en ese cambio, aunque -igual que el cura-, sólo sea para que mis paisanos no pierdan la fe. No será fácil. En el mundo del big data, robótico y metaversiano, lo único que parece seducir es vivir en las nubes.

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