Firmas

Síntomas y antídotos

    • 03 dic 2020 / 00:00
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    CUENTA la leyenda que hace mucho tiempo apareció un virus. Y mientras muchas personas se preocupaban por conocer su origen, cada vez que se le dejaba un resquicio este progresaba de manera exponencial. ¿De quién era la culpa? ¿Por qué era tan contagioso? ¿Por qué no afectaba a todas las personas por igual? ¿Por qué era tan diferente y a la vez tan semejante a otros virus? ¿Por qué era tan difícil ponerle remedio? ¿Por qué, por qué, por qué? ¡Demasiada gente haciéndose preguntas y muy poca aportando soluciones!

    Cada vez que los contagios empezaban a contenerse, las medidas de confinamiento se relajaban para procurar no estrangular la economía. Porque para vivir hay que tener salud, pero también recursos. La pregunta era: ¿cómo equilibrar ambas cosas? Y la respuesta no parecía sencilla. Pero, ¿por qué?

    En primer lugar, por un problema de sordera colectiva. Y es que mucha gente oía, pero parecía no escuchar. Oía que tenía que ponerse mascarilla, pero prefería no usarla siempre que fuera posible. Oía que debía guardar una distancia de seguridad, pero a la hora de medir confundía los metros con centímetros. Oía que lavar las manos y las superficies protegía, pero tampoco le había ido
    tan mal sin hacerlo. Y de aquellas sor-
    deras, pronto llegaron nuevos dramas.

    ¿Por qué se disparaban de nuevo los contagios? ¡Menos mal que había menos gente ingresada! Pero pasaron los días y las urgencias se llenaron. Y luego las ucis. ¿Cómo era posible? ¿Cómo no se vio venir? Pues no se vio por algo muy simple: porque después de la sordera colectiva siempre suele llegar una epidemia de ceguera. ¡Y es que es muy duro tener que ver los efectos de lo que antes no se quiso escuchar! Así fue como aquel país empezó a perder sus sentidos. El gusto y el olfato por causa del virus. El oído y la vista por un defecto de prudencia y un exceso de confianza que, aun pudiéndose entender, difícilmente se comprenden.

    ¿Pero saben lo más triste? Que aquel país disponía de un antídoto y ni siquiera lo sabía. En un mes había reducido cinco veces la incidencia de contagios sin cerrar el comercio, los colegios, las oficinas ni los transportes. Sólo habían limitado las reuniones familiares y la hostelería ¡Así que el problema era la hostelería!, pensarán... Pues no. El problema, y también el antídoto, éramos nosotros.

    Dejémonos de cuentos. El virus solo se detiene si nosotros lo frenamos. Pero para eso hay que usar mascarilla siempre, hay que guardar las distancias siempre y hay que higienizar siempre, donde sea, con quien sea y cuándo sea. No la volvamos a liar en Navidad.

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