Firmas

Una trampa para el progreso

    • 24 may 2020 / 14:26
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    ES curioso que las narrativas políticas hayan conquistado la atención de la audiencia en los últimos años. Aunque sea para entretenerse en las tertulias de la televisión. Es curioso, digo, porque son narrativas mayormente grises, casi siempre carentes de fuste y nervio. Me dirán: “pero a veces tienen su morbo”. Seguramente ahí está el origen de tanta atención. Las sociedades, en muchos casos, asisten a esa política partida por el medio, en la que los consensos son cada vez más difíciles, y más raros, porque prima la marca ideológica, o, directamente, la marca. Se defiende como se defiende la etiqueta de un producto comercial, o como se defienden los colores de un equipo. Eso desata discusiones de todo tipo, contradicciones, adhesiones inquebrantables, declaraciones, a veces, que darían para un monólogo divertido. Pero lo que demanda la realidad es otra cosa. Casi diría que demanda lo contrario. Una acción más conjunta, mucho menos polarizada.

    La política debería abandonar esa idea de marca. Sin embargo, se ha agudizado, porque los eslóganes, las frases hechas, el lenguaje que brota de los argumentarios, suelen ayudar a transmitir esa idea publicitaria. Es decir, la idea de marca que casa perfectamente con los hábitos de la propaganda. No es que no fuera así en el pasado (siempre se ha vendido el producto, claro), pero las pantallas han contribuido a que la promoción (o el autobombo) se haga muy persistente, en cuanto alguien logra un plano. Y así, es posible que algunos crean que pueden venderse ideas como si fueran yogures, por decir algo, utilizando las mismas técnicas de márquetin.

    Una vez más, el exceso de simplificación de las sociedades contemporáneas explica algunas cosas. La velocidad del presente parece que obliga a decirlo todo rápido, en dos palabras, por complicado que sea el mensaje. La audiencia debería sentirse minusvalorada por esto. Y los votantes, también. No hace falta simplificar tanto, no hace falta reducirlo todo a frases de diseño, como las de la publicidad, con el único fin de conseguir la frase más feliz, la que mejor funciona en el contexto mediático. Está muy bien para un yogur o para un coche, pero las ideas sobre la vida, y sobre la política, demandan algo más. No se debe temer a la complejidad, en la creencia, equivocada, de que las sociedades se pirran por un pragmatismo de eslogan. El futuro de la política dependerá de la capacidad de las sociedades de ver más allá de los recursos estilísticos y visuales propios de la propaganda.

    El vuelco de la política del razonamiento profundo hacia la política de simplificación mediática tiene mucho que ver, claro, con los tiempos que corren. El establecimiento de contrarios irreconciliables tiene que ver con el afán maniqueo instalado en el presente, donde se invita al espectador, al votante, y también al político, a que decida entre A y B, empezando por las preguntas que vemos a veces en televisión: “contésteme sí o no”. ¿Por qué? Visualmente, la polarización impacta más y es más elemental: perfecta para no pensar demasiado. Pero se convierte en una trampa grave para el progreso. Los ciudadanos debemos exigir matices, profundidad, narrativas brillantes y complejas. Si la política trata de la vida, ha de estar a la altura de la vida.

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