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Vanessa

  • 23 nov 2020 / 00:00
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Conocí a Vanessa Montfort hace unos cuantos años. Exactamente en 2010, cuando ganó a pulso el Ateneo de Sevilla. La novela, Mitología de Nueva York, era sorprendente, tanto más porque su originalidad y su peso específico habrían sido más propios de alguien mucho mayor. Tenía entonces 35 años, pero aquellas páginas denotaban una autoría sabia, de alguien extraordinariamente bien formado, que hubiese vivido una existencia rica y longeva, y que la hubiese aprovechado puntualmente para plasmar un ejercicio de voluntad y estilo de dimensiones titánicas. Fue un año milagroso para el certamen bético, porque, además, se dio la casualidad de que quien se llevó el Ateneo Joven en esa misma edición era otra mujer notabilísima: María Zaragoza, por su Dicen que estás muerta. Pronto nos ocuparemos de ella por algo muy reciente. Pero eso, como diría Kipling, es otra historia. El caso es que ese fue, para nosotros, el primer paso de un largo recorrido que llega hasta ahora mismo. Recuerdo que la impresión entre todos los divulgadores literarios de entonces fue unánime. Aquello era un descubrimiento de verdadera importancia. Entre otras razones clave, porque nos habíamos perdido su primer libro, El ingrediente secreto, Ateneo Joven de 2006.

LA MUJER SIN NOMBRE. Su obra fue in crescendo. La leyenda de la isla sin voz, mejor novela histórica de 2014, fue una. Mujeres que compran flores revolucionó cánones. Y El sueño de la crisálida siguió la misma senda. Paralelamente a todo eso, en la vida de Vanessa va produciéndose una hermosa duplicidad. Ejercita la narrativa, sí. Pero, además, va iniciándose como autora dramática. Palpa los ambientes teatrales norteamericanos y británicos. Se forma con nombres sagrados, como Tom Stoppard o el Premio Nobel de Literatura de 2005 Harold Pinter. Colabora con el gigante de la música contemporánea Jorge Fernández Guerra en Tres desechos en forma de ópera. Y crea Firmado Lejárraga, por ejemplo... Pues bien. Su última novela, publicada ahora en Plaza y Janés, llamada La mujer sin nombre, tiene el mismo protagonista que ese drama. Mejor dicho: la misma. Es María Lejárraga. Alguien que hasta ahora era un misterio, y que, gracias a Vanessa, va a dejar de serlo ya. Pieza crucial de la cultura peninsular, estaba casada con Gregorio Martínez Sierra. Del estreno actual de una obra perdida de éste, Sortilegio, parte la trama, que abarca algo más de un siglo, el XX. Ahí aparecerán, frente a María, nombres como Juan Ramón Jiménez, o María Guerrero, o Valle-Inclán, o Manuel de Falla, o Lorca, o Galdós... Grandiosa... Genial... Y absolutamente imprescindible...

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