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Vencejos en la cumbre

    • 16 jun 2021 / 01:00
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    SUBO al Matagalls (1.650 mt) en el Montseny, esa montaña central catalana. Trepo hacia ella como satisfaciendo una deuda de infancia, un pendiente rito de iniciación. La ascensión es larga por una pedregosa senda.

    Es un punto de comarca y es a la vez mundial. In summis solvitur; desde la cima se ve todo más claro. En las cumbres se producen las teofanías, desde ella se asciende al cielo y en el Sermón de la Montaña se proclama el código moral que ilumina mi existencia. Y en mi iniciación familiar hubo más montañas que valles. Más cielo azul que verde agua.

    Sus eia! ¡Arriba! Hay ideales que nos ennoblecen con solo aspirar a ellos. Desde el Monte del Gozo entrevemos la ciudad deseada, uff!

    Llego a la cumbre del Matagalls (1.650 mt) bufando como una máquina exprés. En la cima hay una cruz y encuentro referencias de mossén Jacinto Verdaguer y de San Antonio M Claret. Hay algo de identitario en esta meta alcanzada. Arriba vuelan vencejos chiadores sobre hayas, robles, encinas; también veo vencejos desde la ventana de mi casa compostelana, ¿serán parientes?, y unas amistosas nubes blancas de junio mediterráneo.

    Han subido conmigo un suizo del Ticino, un catalán que trabaja en Jerusalén, otro que viene de Letonia y el castellano Camilo. Estoy aquí y a la vez estoy muy lejos. Cada lugar es todos los lugares, el centro del Universo. Miramos una cumbre, algo nos atrae; desde ella ver más mundo, una forma de posesión. Nos atrae. Nos conviene apetecer una cumbre, altura, símbolo de un ideal, expresión de un objetivo, un proyecto de vida.

    Llegué resoplando a la cumbre y he vuelto abajo hecho fosfatina, el cuerpo hecho migas, pero con un corazón más grande y el alma más cosmopolita.

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