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Violencia callejera

    • 09 mar 2021 / 01:00
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    PARECE que se ha leído más estos meses –habría que saber qué–, pero la alta cultura sigue en retroceso y eso se refleja en la vida social o en la tediosa política española. Si se observa nuestra vida política, tan ideologizada y movilizada como inepta en respuestas rápidas y efectivas como vimos en pandemia, se advierte enseguida que en rigor está huera de pensamiento, sin contenido real más allá de los movimientos tácticos dictados por lo más inmediato, y estos atienden esencialmente a las formas de autoconservación no basadas en los hechos sino en el control de movimientos de opinión, es decir, a asuntos que afectan a los modos de ocupación y mantenimiento del poder, prescindiendo en lo posible de las instituciones de control y la oposición política.

    Los grandes marcos conceptuales, las viejas referencias culturales, no cuentan ya apenas. Los partidos y muy en particular el conglomerado que gobierna, son agrupaciones de intereses electorales y aunque en buena medida traten aún de movilizar a cierto tipo de electores sobre la base de la ya poco operativa –pero aún creíble para el gran público–, dicotomía izquierda-derecha, no responden al pensamiento político firmemente establecido que quiere convertirse en una línea de acción general.

    En esta sociedad tecnocrática, utilitarista, economicista, de apariencias y en gran medida dependiente de Europa, los partidos –como la alta cultura y las humanidades– están en crisis, y parecen pretenden sobrepasarla violando las reglas, como ocurrió en 2017 en Cataluña. Para destrozar e incendiar impunemente calles y negocios pueden bastar las ideas de un muchacho de saberes seguramente limitados que podría estar movido por la asociación arbitraria e indiscriminada entre autoridad e injusticia propia del resentimiento de la primera edad, animadversión que crea inadaptación, desafección social y una rebeldía inmadura y estéril.

    La justificación en la libertad de expresión de esta violencia “antifascista” –apoyada incluso por algún parlamentario–, nos recuerda unas palabras de Camus: “Nietzsche comprendió que el espíritu no encontraba su verdadera emancipación sino en la aceptación de nuevos deberes. Si nada es cierto, si el mundo carece de regla, nada está prohibido; para prohibir una acción se necesita un valor y finalidad. Sin ley no hay libertad”. Nada de esto tiene que ver con los cambios democráticos de 1968, que son mucho más que las barricadas parisinas.

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