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Integrismo islámico y estado fallido: Pakistán

  • 22 jun 2021 / 00:01
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Pakistán es uno de los cinco países más poblados del mundo y el mayor estado musulmán, con una población estimada de unos 230 millones de habitantes, la mayoría de los cuales, un 96%, profesan el islam. Con ellos conviven minorías religiosas compuestas por unos 4 millones de cristianos, sijs, hindúes, ahmadíes, zoroastristas, bahaíes, kalashas y otros. Pero es que Pakistán es además el país del mundo en el que, como ocurre también en Indonesia y Afganistán, más del 90% de sus habitantes reconocen que la religión es muy importante en sus vidas.

Pakistán es un estado fallido y está gobernado por un régimen brutal. En muchas partes del país el gobierno ni siquiera está presente y la situación de los derechos humanos es más que lamentable, pues va unida a la pobreza y a la falta total de seguridad. Las ideologías autoritarias, como el islamismo radical y el populismo, están creciendo a gran velocidad. Ya desde el momento de su creación el país sufrió un proceso radical de islamización y retroceso de la secularización, que fue a la par del proceso general de empobrecimiento, que hace que un elevadísimo porcentaje de su población carezca de los servicios más básicos. Pakistán es un país muy peligroso para buena parte de sus ciudadanos pero lo es muchísimo más para las minorías religiosas, que son consideradas como ciudadanos de segunda, porque es uno de los países del mundo en el que se dictan mayor número de medidas contra esas minorías, que a su vez sufren un fuerte rechazo social, apenas frenado por la lentitud de unos pequeños y lentos intentos de reformas.

Los cristianos pakistaníes son unos 2 millones y constituyen el 1,5% de la población. Casi todos ellos son de origen hindú, porque eran miembros de la castas inferiores de la India que se convirtieron durante el dominio colonial inglés a esta religión, para poder escapar así de las leyes religiosas de su país que los discriminaban como “intocables”. Estos grupos de cristianos pertenecen a los pueblos de la región del Punjab, que son los que gobiernan actualmente Pakistán, pero a pesar de ello son víctimas de la persecución, la discriminación, la violencia y se intenta convertirlos al islam por la fuerza. Todas las comunidades cristianas tienden a concentrarse en la ciudades y pueblos propios, porque normalmente están discriminados a la hora de acceder a la educación o al empleo público, a pesar de gozar de la totalidad de sus derechos como ciudadanos. Así viven, agrupados y desempeñando los empleos inferiores y peor pagados.

Pero si ser cristiano, hindú o sij, es casi una maldición, el ser además mujer los es sobremanera. Según los informes de las ONG cada año una media de 1.000 mujeres de estos grupos son raptadas, para convertirlas al islam y casarlas con sus secuestradores. Cuando sus familias denuncian el caso ante la policía, sin embargo no denuncian al secuestrador en persona. Por eso los secuestrados suelen hacer una declaración exculpatoria, afirmando que las niñas se han convertido y casado voluntariamente, y que quien se las quiere llevar en contra de su voluntad es su propia familia. Mientras dura el proceso las niñas sufren un lavado de cerebro, son objeto de constantes amenazas, son violadas y obligadas a ir al tribunal a expresar su libre consentimiento. Como los tribunales están formados por islamistas, siempre sentencian en contra de las familias cristianas, y así miles de niñas de estas tres religiones son forzadas a la conversión y al matrimonio precoz.

En ese país dominado por la religión el delito de blasfemia se cierne constantemente sobre la cabeza de las minorías, y basta cualquier discusión entre un musulmán y un no musulmán para que el primero de ellos se aproveche acusando al segundo de blasfemar contra el Corán o el Profeta. De semejantes acusaciones pueden surgir los posteriores linchamientos, o las condenas a muerte en los tribunales públicos. Es esta una violencia omnipresente, de la casi nunca queda testimonio en las áreas remotas y apartadas, y a ella se suman las amenazas de los talibanes y otros grupos integristas.

Pakistán está a la cabeza del mundo en número de madrasas, pues hay unas 30.000. Fueron promovidas por el ejército desde la independencia para adiestrar y movilizar a los jóvenes para la guerra contra la India. Y desde 1970 a ello se sumó otra razón, la de adiestrar a los futuros yihadistas para luchar contra los soviéticos en Afganistán, sobre todo como talibanes, un grupo que Pakistán apoyó hasta el fin de la ocupación soviética y después, cuando se hicieron con el poder en los 1990. Fueron Pakistán, junto con Arabia Saudí, los dos primeros países en reconocer al régimen talibán, seguidos por los Emiratos Árabes. Como Pakistán es un estado fallido que no puede cubrir la educación, las madrasas pasan a convertirse en los centros educativos exclusivos en las áreas rurales más apartadas. Es en ellas en donde se forma para el integrismo a los nuevos jóvenes soldados de la religión. Desde el año 2000 la mayoría de los yihadistas se han formado en esas madrasas, financiadas por los ricos y respetados estados del petróleo, como Arabia Saudí, que contribuye a que el estado no pueda ejercer apenas control sobre ellas. De ellas salen los fundamentalistas y fanáticos radicales del islamismo, que difunden su odio contra las minorías religiosas y étnicas.

Junto a las minorías religiosas son chivos expiatorios las minorías étnicas, que sufren en Pakistán la discriminación. La primera de ellas son los pastunes, un pueblo de lengua persa de unos 30 millones de personas, el doble de los que de ese mismo grupo viven en Afganistán. Los pastunes de Pakistán son pobres y están marginados por la mayoría punjabí que ocupa el poder en el país. Es la pobreza lo que les lleva a estudiar en las madrasas, donde descubren que la violencia es una fórmula mágica para escapar de su situación, y son manipulados para ir a la lucha contra la India y Afganistán.

Mientras que en Pakistán los pastunes sufren discriminación, deshumanización y humillación, en Afganistán, donde dicen ser mayoría y durante décadas han tenido el poder en exclusiva, usan las mismas políticas de opresión y persecución contra otros grupos étnicos. Pero la triste verdad es que las élites pastunes de ambos lados de la frontera son las que crean y apoyan a los talibanes. Los pastunes pakistaníes creen que pueden serles útiles en su lucha contra el estado de Pakistán, que les niega sus derechos, pero es en realidad ese estado el que los controla y utiliza contra el estado afgano, que siempre critica al opresor Pakistán. Los talibanes actúan contra los pastunes, y contra sus mujeres e hijos en los dos países. Bajo su poder no es posible llevar una vida digna, pero el gobierno afgano, formado también por la élite pastún cree que les pueden ser útiles y por eso prefiere no derrotarlos ni militar ni ideológicamente.

Entre Afganistán y Pakistán también están los hazaras, de los cuales 1.5 millones viven en el segundo de ellos desde 1890, cuando Amir Abdul Rahman se hizo con el poder en Afganistán apoyado por los ingleses. Fue ese rey quien ordenó el genocidio de la mitad de la población de ese pueblo, antes de que nadie utilizase la palabra genocidio. Les confiscó las tierras más fértiles y bien irrigadas de Kandahar y Helmand, dos provincias ahora afganas, repartiéndolas entre los pastunes, debiendo huir sus propietarios al actual Pakistán, donde comenzaron a sufrir la hostilidad y el rechazo de los grupos islamistas, a pesar de ser ellos también musulmanes, aunque chiitas.

En los últimos diez años 1.000 hazaras han sido asesinados en Pakistán. El gobierno no les presta ningún tipo de atención ni les da ayuda. Cuando, por ejemplo, diez mineros hazaras fueron asesinados, sus compatriotas protestaron exponiendo sus cuerpos en plena calle durante una semana y pidiendo protección policial. Como respuesta el primer ministro del país, Imran Khan, dijo sentirse “chantajeado” por ellos, que viven en unos guetos, que poco a poco se van convirtiendo, allí y en Afganistán, en pobres cementerios. Como son pobres y débiles no pueden amenazar ni atemorizar a nadie, y por eso la comunidad internacional mira indiferentemente para otro lado, mientras gota a gota y en silencio el genocidio continúa.

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