Santiago

Aterrizar en Lavacolla con visibilidad casi nula y fuertes vientos cruzados

Los más modernos sistemas tecnológicos permiten a los pilotos aproximarse a la pista con total seguridad, pero con frecuencia tienen que desplegar toda su pericia // “Nunca vamos a ciegas”

  • 31 oct 2022 / 01:00
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La realidad, sin embargo, es diferente, o al menos se ve de otra forma desde los mandos del aparato. De hecho, el propio piloto del Boeing narró pocos días después, en declaraciones recogidas por Galipress, que los aterrizajes nunca son a ciegas por mucho que las imágenes puedan dar a entender lo contrario. Señaló, igualmente, que en Galicia son comunes ese tipo de episodios y que la dificultad de tomar tierra es generalmente “más sencilla que en ciudades del sur, donde las pistas no están tan acostumbradas a esas condiciones climáticas”.

En otras palabras, que los profesionales veteranos saben de sobra lo que se pueden encontrar al aproximarse a Lavacolla y que generalmente no tienen problemas debido a los magníficos sistemas de ayuda. Además, cuando el comandante observa algún tipo de riesgo, aunque sea mínimo, siempre opta por dirigirse a un aeropuerto más seguro, como ocurre a veces en vuelos con destino en Galicia.

Por lo general es Lavacolla la terminal que acoge los desvíos de Alvedro y Peinador por contar con una pista más larga y de mayor categoría, aunque a veces en Santiago la situación meteorológica es aún más complicada y se opta por otra solución. De igual forma, muy pocas veces el piloto se ve obligado a abortar el aterrizaje en el último momento, cuando el avión ya está prácticamente a ras de suelo, por surgir imprevistos peligrosos justo antes de pisar tierra. Los organismos internacionales calculan que este último tipo de maniobra se registra en solo tres de cada mil vuelos.

El 6 de septiembre de 2010 Lavacolla vivió uno de los abortos más reseñables de su historia reciente con un avión de Ryanair que procedía de El Prat. Un pasajero narró así la experiencia a EL CORREO: “Estábamos a punto de tomar tierra, casi tocando la pista y, de repente, el avión ascendió de nuevo bruscamente. Era como una montaña rusa”. La aeronave, señalaba, se colocó en vertical y recuperó altura de forma violenta: “Juraría que se puso otra vez a 35.000 pies”. El pánico se apoderó del pasaje y un grito al unísono asaltó cada recoveco del avión. Por si fuera poco -recordaba el afectado- durante la escalada ascendente el aparato realizó un par de vaivenes repentinos que a más de uno le hicieron pensar que nunca más volverían a ver a los suyos. Tras sobrevolar media hora Santiago, el aeroplano logró aterrizar finalmente con bastantes problemas, que el comandante achacó a la baja visibilidad.

Además de la niebla, el fuerte viento es el problema más habitual con el que se enfrentan los pilotos cuando se aproximan a Lavacolla. También es la causa que obliga a suspender o desviar más vuelos, registrándose jornadas de temporal en las que el aeropuerto queda prácticamente inoperativo.

Sobre este particular, es muy frecuente observar en Lavacolla cómo los aviones aterrizan aparentemente desorientados, es decir, con el morro torcido hacia un lado y no encarando a la pista. Se trata de una circunstancia que apenas percibe el pasaje, pero que sí suele llamar la atención a los curiosos en tierra, sobre todo, si la deriva es muy pronunciada.

Este tipo de descenso está provocado por el denominado viento cruzado. “El avión es como una veleta, de forma que en el momento en que se suelta el timón se encara hacia donde sopla el viento. Este es el motivo por el que muchas veces, cuando se hace la aproximación a la pista, la nave baja semitorcida”, explicó en su día a este periódico un experimentado comandante.

Los aterrizajes de viento cruzado se producen cuando el viento dominante es perpendicular a la pista, en el caso del aeropuerto compostelano cuando sopla en dirección este-oeste o viceversa, ya que el asfalto está orientado hacia el norte.

siniestro en 1978
Cuando el Españoleto se ‘desbocó’

··· Lavacolla registró en 1978 un grave accidente de aviación que, casi de milagro, se saldó sin víctimas mortales.

Se produjo cuando un DC-8 procedente de Madrid tomó tierra en el aeródromo santiagués el 3 de marzo de aquel año, poco después de las cinco de la tarde. La pista no estaba en buenas condiciones y el aeroplano hizo aquaplanning, por lo que se salió de la pista y chocó contra un talud.

La pericia del piloto, que acumulaba 15.000 horas de vuelo, fue fundamental para controlar en lo posible la loca carrera del aparato, que llevaba a bordo a 208 pasajeros y 11 tripulantes. Setenta personas resultaron heridas, diez graves.

Despegues con el aire en contra y a una media de 250 km/hora
La velocidad para tomar tierra no debe superar un límite para evitar que las ruedas revienten

Santiago. Siempre que es posible, los aviones despegan con el viento en contra. ¿Por qué? La respuesta es muy sencilla para los ingenieros aeronáuticos y los expertos en física: contra el viento se reduce la velocidad de aceleración con respecto al suelo, pero a la vez aumenta el flujo de aire sobre las alas. Esto permite despegar necesitando menor distancia horizontal y provoca que el avión suba en un ángulo mayor, haciendo posible sortear cualquier obstáculo.

Otra variable fundamental para que un avión pueda iniciar el vuelo es, lógicamente, la velocidad. En condiciones normales, un aeroplano comercial de tamaño medio necesita alcanzar entre 200 y 280 kilómetros por hora para que sus doscientas o trescientas toneladas de peso puedan separarse del suelo y alzar el vuelo con seguridad. De lo contrario, no podría sostenerse en el aire.

En la maniobra de despegue también cuenta la llamada velocidad de no retorno, que es cuando la nave tiene que despegar sí o sí porque ya no habría posibilidad de frenar el aparato antes del final de la pista.

Una vez en vuelo, los aeroplanos mantienen una velocidad de entre 850 y 950 kilómetros por hora. Durante el trayecto sí es más conveniente llevar el viento de cola por razones obvias: se reduce el rozamiento y se gana velocidad con un menor consumo de combustible.

Cuando llega el momento del aterrizaje, de nuevo es necesario reducir la marcha hasta aproximadamente los 240 kilómetros por hora, que es el límite que se considera seguro para que el tren de aterrizaje pueda entrar en contacto con el suelo sin saltar por los aires. Se trata, en todo caso, de cifras genéricas que pueden variar según el tipo, peso y tamaño de cada aeroplano, según advierten los especialistas.

Las aeronaves disminuyen la velocidad a través del despliegue de los llamados flaps, una especie de aletas situadas en las alas que sirven para crear resistencia con el viento.

la cifra
3/1000

Solo tres de cada mil aterrizajes se abortan en el último momento, justo cuando el avión está a muy pocos metros de tocar el suelo. En algunos aeropuertos calificados como peligrosos esa estadística puede multiplicarse por dos o más enteros.

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