Fe en el resucitado

LA TENDENCIA natural de la persona que ve morir a otra, semejante a ella, no es precisamente la de verla en el más allá, gozando de la gloria que el Señor nos ha prometido. Sin embargo, el don de la fe le permite a uno creer que el Señor de la vida habrá llevado a cabo lo que las Sagradas Escrituras anuncian para quienes crean que el Padre ha resucitado a Cristo, de modo que nos resucitará también a nosotros, para que vivamos con Él.

La 1ª lectura de la Misa de esta tarde y de mañana, se refiere a la vida de la comunidad cristiana primitiva de Jerusalén. Los Apóstoles hacían tantos signos a favor de los más necesitados, que el número de los creyentes, que se adherían al Señor, crecía de día en día. La actividad de los Doce se dirigía también a las gentes de las aldeas vecinas de Jerusalén.

El comienzo del Apocalipsis muestra a Juan desterrado en la isla de Patmos, por haber dado testimonio de Jesús. Un domingo entró en éxtasis, y escuchó una voz que le mandaba escribir y enviar a las siete comunidades cristianas de Asia lo que fuera viendo y oyendo. En seguida vio siete lámparas, y una figura humana, que le decía: “Yo soy el primero y el último, el que estaba muerto y ahora vive por los siglos, y además tengo las llaves de la muerte y del abismo”. Él lo escribió y lo envió.

Refiere San Juan en su Evangelio cómo Jesús se apareció a sus discípulos. Les dio su paz y les mostró las llagas de las manos y del costado. A continuación, con el poder que el Padre le había concedido a él, les entregó su Espíritu, y los envió a perdonar los pecados. Tomás, sin embargo, no estaba allí, y no quería creer que el aparecido fuera el Jesús que había sido crucificado. Cristo se aparece de nuevo y le muestra a Tomás sus llagas. Tomás le reconoce como su Señor y su Dios. Pero Jesús, aunque acepta la confesión de fe de Tomás, proclama dichosos a cuantos, a lo largo de la historia, creerán sin haber visto.