Muerte y vida

LA MAYORÍA de las personas se mueven por esta vida como si ella llenara toda su existencia. Tristemente, es muy común el pensar que lo que aquí interesa es tener trabajo fijo y pareja estable, sin ir mucho más allá. Uno tiene que oír con frecuencia que lo mejor es terminar la vida, cuando llegue el momento, en seguida, hasta desear la muerte repentina, algo que en otros tiempos se trataba de evitar, pidiéndoselo al Señor.

La 1ª lectura de la Misa de esta tarde y de mañana, correspondiente al 2º domingo de Cuaresma, alude a una vida y a una tierra que el Señor promete a Abraham. Dios le había pedido a Abraham que dejara su tierra y caminara hacia otra que Él le había de dar. Abraham escuchó al Señor e hizo lo que Él le pedía, y Dios se lo contó en su haber. Como fruto de la Alianza que Dios hizo con Abraham, este recibiría para él y para sus descendientes una tierra, que era como el preludio de otra más duradera, que el Señor iba a darle al ser humano, y que sigue ofreciéndonosla a nosotros.

Jesús lleva a los tres discípulos más allegados al Monte Tabor, para orar allí. Ya en el monte, Jesús se transfiguró, y aparecieron Moisés y Elías, que hablaban de la muerte de Cristo, que había de consumar en Jerusalén. De pronto, se ve una nube, y de ella sale una voz: “Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle”. Era el Padre, que reconocía así a Jesús como su Hijo, y pedía a los discípulos que lo escucharan, presentándolo como aquel profeta semejante a Moisés, que el Señor había de suscitar de entre ellos.

San Pablo se dirige a los Filipenses, y alude a mucha gente que camina como enemigos de la cruz de Cristo: piensan solo en lo terreno, y viven únicamente para sí mismos, aprovechándose de todo lo que tienen a su alcance. Nosotros, en cambio, dice el Apóstol, somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos a un Salvador, Jesucristo, que transformará nuestra condición mortal, según el modelo de su condición gloriosa.