Santiago
El odio, la homofobia y la ira marcaron un asesinato, “una barbarie, una escalofriante y atroz agresión” que terminó con la última muerte violenta de un miembro de la familia compostelana Pérez Triviño y de un amigo suyo, en Vigo

Un doble crimen que golpeó a una castigada familia compostelana

  • 12 dic 2021 / 01:00
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La suerte, el destino o las dificultades marcaron el sello sobre una parte importante de los miembros de una familia muy conocida de Compostela. Los Pérez Triviño fueron conocidos por las andanzas de algunos de sus miembros. Pero ninguno fue protagonista involuntario de una tragedia semejante como la que sufrió Isaac Pérez Triviño, conocido por Al-Daní, quien superó todos los eslabones de una cadena de desgracias que se cebó entre quienes compartían apellido. Él fue el último miembro de esta estirpe en aparecer en las páginas de sucesos. Alejo, Marinela, Jorge, María Lola, Gonzalo, Miguel, Marta, Antonio, María y Rosiña Pérez Triviño fueron los diez hijos que tuvieron Dolores y Miguel, miembros de una saga marcada por las desgracias, los problemas y por la muerte de parte de su descendencia. Todos ellos nietos del que fue un empresario reconocido y miembro de una familia que tocó la gloria cuando el patriarca fundó, entres otros florecientes negocios, el banco Olimpio Pérez, santo y seña de una época en la Compostela del siglo pasado.

Pero la oscuridad también envolvió a esta familia. Uno de sus miembros más jóvenes y un amigo suyo fueron asesinados en un crimen duro, sangriento y macabro, que supuso una tortura judicial para la familia, duramente golpeada por la muerte prematura de alguno de sus integrantes.

UNA ESCALOFRIANTE AGRESIÓN. “Estamos ante un lujo de barbarie, ante una escalofriante y atroz agresión, merecedora de la máxima sanción”, describía un juez horrorizado por unos hechos que le acompañaron durante el largo proceso judicial. Este caso estuvo lleno de accidentes, de dificultades y de incoherencias.

El tortuoso período estuvo acompañado de la polémica, de la ira de la familia de las víctimas y, sobre todo, de la incomprensión de una sociedad que, ante la dureza y crueldad de el suceso, veía como no había un final y si lo había, no era justo.

Era un mes caluroso, de los de verano en julio de 2006, cuando se produjo un brutal asesinato en en número 12 de la calle Oporto de Vigo. De acuerdo con el realto de los hechos todo tuvo su origen en la actuación de una pareja de jóvenes, que buscando ayudar, metieron en su casa al hombre que acabaría con sus vidas. Además, sin importarle el sufrimiento que les causaba, alargó sus muertes, casi como si fuese una tortura por venganza.

Jacobo Piñeiro Rial era un hombre cualquiera con algún que otro problema personal. Llegó en la mañana del 12 de julio de 2006 a Vigo desde Cangas, donde residía, para pasar un día de juerga en el Strong, uno de los locales más modernos de la ciudad olívica en aquel momento. En esa jornada, ya por la mañana, había consumido “varios gramos de cocaína y cubatas de whisky”. No se sabe muy bien qué buscaba, probablemente, pasar un día de ocio y disfrutar de un gran fiesta nocturna.

Hiperactivo y nervioso. El asesino era un hombre joven, de baja estatura, alrededor de 165 cm, con una estética “militar” que recordaba a la cultura skinhead. Los que lo vieron lo describieron como una persona “hiperactiva” y muy nerviosa.

El hombre había entablado una amigable conversación con Isaac Pérez Triviño, que estaba trabajando en el Strong, en el turno de mañana, realizando una sustitución de verano en el local. Por su parte, otra de las futuras víctimas, Julio Anderson Luciano, que vivía con Isaac, también trabajaba en ese local, pero con una jornada diferente. En ese punto, al parecer, habían conectado entre ellos y la charla entre el cliente y el camarero se alargó hasta las cuatro y media de la tarde, hora a la que Isaac terminaba su jornada laboral. Jacobo le había contado sus penas, algunas puede que exageradas, una película triste de su vida, un drama, y algo sobre que tenía un hijo. Estuvieron varias horas juntos en el piso en el que vivían los dos camareros, donde además consumieron drogas y siguieron bebiendo.

A las 7 de la tarde de ese mismo día, Julio fue visto en un bar próximo a la casa de la pareja. Isaac decidió presentarle al extraño del que poco a poco parecía que iba conociendo más, pero no lo suficiente para impedir la futura tragedia. Jacobo, junto a Julio y a Isaac, volvieron al piso, a una pequeña cena casera, con más amigos de la pareja. Fue el tremendo error que cometieron los camareros que, cegados por alguna extraña razón, metieron a su asesino en su propia casa.

La cena en el piso de las víctimas habría comenzado alrededor de las 10 de la noche. Ya estaba programada con anterioridad, lo único que hicieron fue incluirlo. A la velada asistieron, al menos, dos amigos de los compañeros, además de su asesino. Pero su rareza, sus formas de hablar, su conducta y sus movimientos llamaron la atención de los allí presentes.

La cena transcurrió normal, dentro de lo que cabe, dado que la incomodidad de no entender las intenciones de la persona que tienes sentada en frente puede llegar a enturbiar un ambiente amistoso y cómodo como ese. Sin embargo, según relataron los testigos, entre la víctima y Jacobo Piñeiro se percibía una relación estrecha y manifestaban cierta cercanía o intimidad.

Los amigos de la pareja que se encontraban en el piso se marcharon sobre la una y media de la madrugada, dejando a Julio y a Isaac en la compañía de Jacobo Piñeiro, a quien, por ser tarde y no tener dónde quedarse, le ofrecieron pasar la noche en su casa. Hacia las cuatro de la mañana, los vecinos comenzaron a escuchar sonidos como “de muebles siendo arrastrados” que provenían del piso de los hombres, además de gritos.

EL CRIMEN. Según las declaraciones de Jacobo Piñeiro, él aseguró que Isaac se había presentado a las cuatro de la madrugada desnudo y con la intención de acostarse con él, pero este le rechazó. Sin embargo, a su juicio, la proposición se volvió tensa. Piñeiro dijo que, ante esa negativa, “volvió con un cuchillo y se abalanzó” sobre él. Esta declaración amparaba un relato de defensa propia creado para justificar su brutal agresión. Además, según su versión, le quitó el arma y le propinó las dos primeras puñaladas tanto en vientre como en hombro. Sin embargo, no le parecieron suficientes y le asestó otras 33. Su compañero recibió un total de 22 puñaladas, algunas por la espalda. La mayoría innecesarias para la consecución de su muerte, aumentando deliberada e inhumanamente su sufrimiento.

La brutalidad de la agresión y el medio manifestaron una realidad más coherente en los atacados y no en el atacante. Incluso hubo un momento que Isaac intentó encerrarse en su habitación para llamar a la policía, pero Piñeiro le dio un golpe a la puerta y le quitó el móvil antes de apuñalarle en repetidas ocasiones en la cara. Mostró una mayor violencia con este joven y no tanto con Julio, con el que aparentemente apenas había hablado.

El incendio. Una vez muertos, Jacobo no huyó; si hubiese sido en defensa propia como alegaba en un inicio, ¿qué seguía haciendo allí? El asesino de la pareja había permanecido en la vivienda hasta las nueve de la mañana. Durante esas cinco horas estuvo buscando algo con lo que prender fuego. Se duchó y tapó sus heridas con una bolsa. Tenía un corte en la palma de la mano y una brecha superficial en la cabeza y otra en las piernas. El siguiente paso fue deshacerse de todas las pruebas –teniendo todo a mano y el plan en su cabeza más o menos establecido–. Cerró todas las ventanas, abrió el gas y plantó cinco focos –dos de ellos encima de las víctimas–.

Metió todo lo que encontró de valor en una maleta para intentar simular un robo con violencia y lo dejó en un contenedor cercano.

En febrero de 2009, Piñeiro fue juzgado por un jurado popular, que le absolvió de dos asesinatos, pese a haber confesado el asesinato a puñaladas, de Julio Anderson Luciano e Isaac Pérez Triviño. Sin embargo, sí se le consideró culpable de un delito de incendio por prender fuego a la vivienda de los jóvenes, pero no por el de asesinato. Se aceptó como justificación del crimen, el “miedo insuperable a ser violado”. Le condenaron a tan sólo 20 años por uno de los cargos que se le imputaban.

Homófoba, incoherente, absurda o irracional son algunas de la etiquetas de un veredicto que, lejos de ser vengonzoso, fue creíble para el jurado popular que pudo escuchar y ver la escena del crimen y la atrocidad que Piñeiro había realizado en aquel piso de Vigo.

Sin embargo, el resultado fue recurrido ante el Tribunal Superior de Xustiza de Galicia que ordenó la repetición de la vista. La defensa presentó un recurso contra esta decisión pero fue desestimado por el Tribunal Supremo quien ratificó un nuevo proceso. Se ordenó el nuevo juicio con otro jurado popular. En esta ocasión se tuvo especial cuidado en la elección de cada uno de los miembros del jurado.

Desafiante y frío, fue el tono del acusado durante la exposición de las pruebas del crimen en el juicio
Intentó hacer creer que padecía un trastorno mental para conseguir una eximente

Una de las estrategias que barajó el acusado para encontrar una eximente, o al menos, una atenuante de los delitos que se le imputaban fue la invención de una enfermedad mental. Alegó, además del miedo insuperable y de la defensa propia, un trastorno mental transitorio sabiendo que esto podía resultar en una eximente de los cargos. Pero en ese juego macabro, en ese alarde de ver quién es más listo, acabó perdiendo. La representación de la mentira llevó a un jurado a acertar en un veredicto que condenó a un asesino y rectificó un error movido por la homofobia y la irracionalidad. Y es que no existe justificación en este crimen que llevase al acusado a asesinar brutalmente a dos hombres, que lejos de haberle atacado, fueron las únicas víctimas, mal que le pese a las invenciones calculadas de su asesino.

Además, Jacobo Piñeiro fue valorado con un “cociente intelectual límite”, pero que en ningún caso le impedía darse cuenta de sus actos. “Sabía lo que hacía, el concepto de bien y mal es muy básico y el acusado sabe perfectamente lo que hizo”, declararon los forenses.

Brutal agresión. Durante el juicio, con el relato de los expertos apoyado por las imágenes de las autopsias, al segundo jurado le resultó complicado disimular el rostro ante la escalofriante brutalidad de esas 57 puñaladas recibidas por las víctimas. Sin embargo, ante eso, la cara de Piñeiro no fue la misma. No pestañeó ni se inmutó ante las pruebas expuestas. Su mirada era fría e incluso desafiante mostrando que no existía ni un ápice de arrepentimiento.

La forma de actuar y las fábulas creadas alrededor de la tragedia por el único testigo que presenció el suceso marcaron varios años de luchas por los conocidos y familia de las víctimas. En 2011 consiguieron una mayor tranquilidad al verlo cumplir, por fin, la condena que le correspondía y que le había sido arrebatada por las incongruencias de un jurado que no tuvo en cuenta el sufrimiento de las víctimas, si no las mentiras del autor confeso. ¿Qué pasaría si las víctimas no hubiesen sido homosexuales? Puede que desde un inicio, la ruleta hubiese girado en favor de los asesinados y de sus familias, o puede que no.

Tras demostrar su culpabilidad, el autor confeso de la muerte de dos jóvenes homosexuales en la calle Oporto de Vigo, Jacobo Piñeiro Rial, fue por fin condenado a 58 años de prisión: 20 por cada uno de los dos asesinatos y otros 18 por un delito de incendio. Así consta en la sentencia de la Sección Quinta de la Audiencia Provincial de Pontevedra.

El fallo precisaba que el límite máximo de cumplimiento efectivo de la condena no podrá exceder de 25 años. De este modo, Piñeiro tiene que cumplir un máximo de 21 años de cárcel, ya que permaneció cuatro años en prisión preventiva.

Manifestaba en todo momento el odio y rabia que tenía dentro
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