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Disociados

    • 06 nov 2020 / 00:00
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    las palabras no se levantaron de la cama. El cuerpo sí. Un vago gesto de buenos días, o quizás “te he visto, ya sé que estás ahí”, un café de cafetera pija, una manzana de manzano pijo y otro gesto de hasta luego, o “ahí te quedas”.

    Curiosamente el día empezaba con una de las dos visitas semanales a su psicoterapeuta, también capaz de estar sin hablar hasta el minuto cincuenta en que suena su “bien, continuamos el próximo día”. Ya era algo más que una sospecha; las palabras no se habían levantado de la cama.

    La oficina y el ordenador también en silencio, y la hora de la comida, y la tarde, y la vuelta a casa, y el gesto de “no me molestes, quiero aislarme con mis auriculares y mi serie”, y el indiferente beso de buenas noches para despedir el día. Se giró en la almohada y entonces las vio. Estaban todas allí: palabras amables, palabras ansiosas, palabras iracundas, palabras desganadas... Hicieron un trato; mañana ellas se levantarían y sería su cuerpo el que se quedaría en cama (le convencieron fácilmente diciendo que no es nada raro, incluso es lo que se lleva ahora y se le llama Teletrabajo). Y así lo hicieron.

    Desde primera hora las palabras tomaron el mando. Como no había un cuerpo que les diera voz se alistaron en las filas de un ejército de emails, chats y wasaps: palabras con mayúsculas, palabras con minúsculas, palabras mal escritas, palabras con faltas de ortografía, palabras frías y palabras extrañas (“nos falta el contexto” se quejaban).

    Por la noche, de nuevo al calor insomne de la almohada, volvieron a reunirse. Ellas lo observaron (al cuerpo), tan absurdo y perdido en su biología, que sintieron pena. Mejor que se tome unas benzodiacepinas y se quede sedado de una vez. Él las observó (a las palabras), tan llenas de sentido, tan excesivas, tan paranoicas, que le dieron miedo. Mejor que cambie de terapeuta (alguien tan a la última debería verse con un psicólogo experto en técnicas de tercera generación). Pero en un sorpresivo acto de solidaridad y rebeldía, se reconciliaron. Se prometieron atención mutua, respeto, orden, escucha, compromiso.

    Al día siguiente se levantaron, todos juntos, y mientras se preparaban su café pijo y comían su manzana pija exclamaron, con cuerpo y alma (palabra) un sonoro “buenos días”. Se despidieron efusivamente y hablaron (gozaron) durante los cincuenta minutos que la terapeuta estuvo en silencio antes del: “bien, continuamos el próximo día”. Y después la comida, la oficina, la vuelta a casa...

    Esa noche no hubo serie ni auriculares. Se sentaron, con sus palabras y manos entrelazadas, a ver el telediario. Y ante aquel esperpéntico espectáculo, especularmente sus propias manos y palabras volvieron a alejarse, y regresaron así, al mundo disociado.

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