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Ruido, venga ruido

  • 24 sep 2021 / 01:00
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Es el pueblo español, o lo que sea, un pueblo ruidoso hasta el hartazgo: gente de conducta verbal chillona y airada, escandalosa, que a gritos cree que afirma eficazmente el “aquí estoy yo” y así aspira a poseer más razón y autoridad que los demás, flojos y apocados. Un par de vueltas por calles, cafés, lugares de espectáculos públicos, reuniones de amigos o de familiares donde sea y a la hora que sea, demuestra lo que decimos. La práctica del berrido puro y duro ha llegado ¡y con qué virulencia! a la reverenciada y poderosísima grey infantil, que a puro y gesticulante chillido acogota y hace temblar a sus mayores.

El verano, tiempo de ocio y de obras, de viajes y de incendios, es tiempo abonado para los ruidos. De algunos, solo una oración rezada con acendrada fe puede librarte. Recuerdo que hace tiempo, una señora de la Plaza Roja de Santiago denunció a unos alborotadores y hubo de esperar más de ocho años a que saliera la sentencia, que ganó. Un compañero mío cambió de piso y se encontró con la obsesiva afición a la batería del hijo del vecino, a quien papá le había comprado una muy completa. Servidor tuvo que marchar de Santiago por el desmadre bullanguero de una “peña” femenina del Erasmus (también llamado Orgasmus), a quienes jamás vi con un libro en las manos. Eso sí, a las tres o cuatro de la madrugada llamaban alborozadas a sus amiguetes para darles la crónica de sus hazañas sexuales recién rematadas. No sé por qué aquel grupito de parisinas no llamaban a sus papás y mamás para darles cuenta de sus progresos intelectuales en cama y sin libros. Claro es que vienen aquí –y no quiero generalizar– a hacer lo que en sus países no se les permite, con legislación muy dura en materia de ruidos. Aquí todo vale.

A otros la tabarra del ruido les llega hasta el karaoke casero, porque en casa hay para juerga y diversión. No así para libros, que son el muro con el que choca año tras año la generosidad sin límite para otras cosas más placenteras. Y, en fin, quién no padece a los solitarios perros del piso de al lado que te perforan la cabeza con sus ladridos a cualquier hora mientras el dueño está en su trabajo y tú intentando leer, estudiar, descansar y comprender por qué el perro urbano tiene más derechos que tú. A otro compañero le pasó lo propio con un obsesivo paseante nocturno que hacía varios kilómetros por el pasillo de su casa, y no en zapatillas precisamente.

El ruido, verbal o material, puede llevarte a la sordera y a otras enfermedades. Es una clara consecuencia de la absoluta falta de educación y de la total desconsideración para con los demás, a quienes imponemos a sabiendas, acaso persuadidos de nuestra superioridad (que es la del patán ignorante) sobre ellos; gentes, además, desabridas y violentas en el trato. Y qué decir del inevitable taladro urbano que ameniza la reparación de zanjas, aceras, socavones, plazas y cimentación de edificios sin permitir jamás que el dulce y paciente Morfeo nos acompañe.

También los móviles han puesto su granito de arena en las orejas (a veces obturadas por la cera) de algunos viandantes que, sin duda, desean estar conectados y comunicarnos sus cuitas e inquietudes y, al tiempo, deslumbrarnos con sus aparatos de última generación. Ahora la teoría de las generaciones se aplica con éxito clamoroso a los incendios. Uno recentísimo que aún colea en el sur del país ha sido catalogado de “sexta generación”. Todo un acierto, aunque lleva cinco días campando a sus anchas. En fin, los botellones y demás saraos etílico-nocturnos han devaluado con alborotos y violencia, no pocas viviendas que sus empobrecidos e insomnes propietarios venden para huir en busca de cualquier reposo reparador. Pero es inútil.

Cierto día, paseando por una solitaria playa, me vi sorprendido por una música pachanguera cuya procedencia clamorosa no lograba localizar. Desanimado, miré al cielo y allí estaba: un jaranero recogedor de piñas que, en plena faena, con un potente transistor atado a la cintura, aliviaba su monótona tarea, situado ya en la copa del soberbio pino. ¡Oh, Naturaleza! ¡Oh, soledad y silencio!, ¡Oh...!

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