Opinión | BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE

Sí: así empieza lo malo

ME PRODUCE enfado, y quizás desidia, que la narrativa política sustituya el relato de los ciudadanos, su ir y venir andando entre la gente. Los asuntos mundanos, domésticos, la conversación sin segundas intenciones, la vida en la plaza, los planes para el finde, la huida que supone bajar al bar (muchos cierran por jubilación, o por el olvido que seremos, en los pueblos pequeños, y, a menos bares, no lo duden, más angustia y más soledad). ¿En qué momento el relato político empezó a usurparnos la vida, a chuparnos la energía, a hacer el paisaje más adusto y rocoso, a oscurecer la felicidad?

Pero no creo que la falta de ideología, si es que eso es posible, mejore las cosas. A menudo se confunde la moderación con la ausencia de ideas sobre el mundo. No y no. Hay que tener ideas. El hombre es un ser político, en el sentido de que quiere opinar y hacer, no sólo escuchar el rezo de los argumentarios, la sintaxis poco creativa de la propaganda de los asesores.

Ahora, con el miedo en Europa a los populismos y a la ultraderecha, que ha copado algunos discursos contemporáneos (leo por ahí que podría haber jóvenes con pensamientos de hace cuarenta años), se proclama la necesidad de volver a los gobiernos de tecnócratas, pragmáticos sin ideología, con mucha informática y calculadoras, quizás tan sin ideología como sin piedad. Esto ya ha pasado antes, me temo. El exceso de pragmatismo cae muy bien al neoliberalismo económico, pero lo que necesitamos es gobiernos con alma, con humanismo, no emocionales, pero no sólo atados a la calculadora y el orden del día, como si gobernar fuera llevar una gestoría y nada más.  

La abolición de las ideologías, o su desprecio, hace que éstas sean reemplazadas por el autoritarismo, no por la democracia. ¿Acaso no ha potenciado el ‘trumpismo’ el discurso simple, que abomina del pensamiento multicultural y presume de cuatro ideas superficiales sobre el patriotismo? El engaño de una moderación vacía, que deje los gobiernos en manos de los técnicos, no deja de crecer. Es, como dicen en fútbol, un partido trampa. Pero que una parte de la población lo defienda tiene que ver con la desafección, con la creencia de que la política da muchos problemas, acaparando el discurso de la gente, sustituyéndolo, poblándolo de errores y, de vez en cuando, de escándalos. Cansarse de la política puede ser algo muy peligroso. 

Como se preveía, Joe Biden, en el discurso del estado de la Unión, ha vuelto a reclamar más atención para las democracias, sometidas a una erosión constante. Es un trabajo de picar piedra (de ahí lo de la erosión) que algunos líderes ejecutan con entusiasmo. Venden la supuesta banalidad del progreso y reclaman todo el rato los viejos valores (a los que se refieren a menudo no son exactamente viejos: son caducos). 

Biden estuvo ágil durante su alocución. No podía fallar. Había que desmentir a sus detractores, y sobre todo a Trump, que no es precisamente un jovenzano. Biden calló la boca de los que lo consideran amortizado, sí, pero no puede negarse que este combate entre dos candidatos de muy avanzada edad no se contempla como la lucha entre dos sabios, sino entre dos personajes que se sienten obligados a estar en la carrera presidencial, dado el contexto. En el caso de Trump, porque se cree una especie de salvador del pueblo, que no se conforma con la cuota de poder alcanzada, con la que ni soñaba en su día. El poder, sí, es muy adictivo. Y en el caso de Biden, también por seguir en la presidencia, claro, pero siendo consciente de la dificultad de encontrar sustituto en el partido. Y por el afán de parar a Trump, al que ve como un peligro inminente de consecuencias imprevisibles. 

Lo preocupante, a pesar de ese nuevo liderazgo europeo que parece retomar Francia, está en el lento envenenamiento de las democracias. Esa infiltración descarada, quizás totalitaria, que va calando, mientras la política va a lo suyo, acapara todos los relatos, envolviéndonos en una espiral discursiva que debilita a los ciudadanos, que los aburre y decepciona. Así empieza lo malo.