Ahí le duele

ESTÁN más claros que atún albo los motivos de la renuncia al consenso para aprobar la nueva ley de educación: el deseo de controlar el sistema que la gestiona para seguir adoctrinando a los estudiantes. En nombre de la libertad, cómo no.

Valerse del adoctrinamiento es un sinsentido que demues-
tra la ligereza de la dirigencia que padecemos. A poco que se ahonde en el asunto se ve su inutilidad: las víctimas antes o después descubren el engaño, se rebotan contras sus autores y cunde el desprestigio del tinglado... No cabría lamentar que desapareciera, porque de seguir campando a sus anchas, limitado a los aspectos cuantitativos y materiales del crecimiento, el progreso tiende a quedarse en simple cambio.

Sería innecesario pedir la prohibición legal de esta práctica si los gobernantes reconocieran que el mandato recibido de los ciudadanos en las urnas les veda tanto el abuso de imponer su visión del mundo como la negligencia de permitir que se haga en sus dominios. Estruendosa incoherencia por cierto, la de los que denuncian el adoctrinamiento en las aulas públicas al tiempo que las reclaman para hacer lo propio: ¿qué justificación tiene la catequesis embozada de asignatura científica?

En relación con esto, decepciona la propuesta relativa a la clase de religión: de oferta obligatoria para los centros, voluntaria para los alumnos y no computable. Del laicismo ilustrado del que se reclama la coalición imperante se esperaría otra cosa: la sustitución de la religión confesional por una asignatura de historia de las religiones, por descontado obligatoria para todos los alumnos sin excepciones y puntuable. Lo aconsejan razones culturales y la composición heterogénea de la sociedad española.

Con las cuestiones ideológicas se mezclan los intereses de las empresas que hacen negocio de la enseñanza, lo que atañe a la calidad del producto ofrecido. De ceder a sus exigencias la ley Celaá, la perjudicada seguiría siendo la igualdad.