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Al son de los tiempos

SE SUELE DECIR que Santiago es una aldea o, con aire más snob, una aldea global. La salva, eso sí, su catedral, joya artística que nadie pone en solfa. Con ella como epicentro, hace ahora un siglo, la ciudad intentaba abrirse al mundo a través de las “nuevas tecnologías”, al son de los nuevos tiempos.

El cabildo era consciente de la riqueza de la milenaria historia de la basílica y más tras la Bula de 1884 refrendando las reliquias del Apóstol, redescubiertas en 1879. Por ello dio todo tipo de facilidades para difundir su imagen, revalorizar el fenómeno jacobeo y recuperar la afluencia de peregrinos, especialmente, extranjeros. Entonces la vida ciudadana de Santiago estaba como teledirigida en y desde la catedral: ella -y las personas que de ella dependían- eran como los portavoces de esta aldea. De ahí que los acuerdos capitulares -es decir, sus deliberaciones periódicas- sean una crónica de la vida cotidiana de esta ciudad. Basta leer algunas de sus páginas.

El clero catedralicio se preocupaba por el culto, poniendo hincapié en que fuese acorde con la relevancia del templo. No obstante, también era cauteloso y no tiraba la casa por la ventana si podía economizar gastos no del todo claros u oportunos. Prueba de ello es la prudencia con la que obró en 1924 cuando se anunció la entrada pública en Santiago del arzobispo Manuel Lago Martínez. Ante el proyecto de iluminar la fachada de la Azabachería, algo insólito y de dudosa necesidad, tuvo que meditarlo, hasta que finalmente se acordó dar el consentimiento indicando que no resultara “demasiado costoso”.

Asimismo, el cabildo, celoso guardián del pasado, no era hermético a los adelantos más recientes. No contaba con tienda, souvernires, ni webs de promoción o información turística... Pero se le presentaron otros recursos y los supo aprovechar para difundir el templo y la ciudad. Tres datos de esos acuerdos capitulares ilustran esa apertura.

En 1925 apareció “un profesor norteamericano” que deseaba “hacer estudios sobre los planos de la catedral”. Así fue como K. J. Conant pudo recopilar materiales para su tesis sobre la arquitectura medieval de la catedral, editada en 1926. Con pocos meses de diferencia se accedió también a la petición de otro “profesor pensionado por el Gobierno francés, dedicado al estudio del arte en la Edad Media” para “sacar fotografías de las miniaturas del Códice Calixtino, de los tumbos y de algunos otros dibujos y pinturas el Archivo”. Y, en esa misma línea, a propuesta del canónigo Santiago Tafall, el cabildo aprobó un convenio con “una casa de arte matritense” para realizar una “venta exclusiva de vistas de la catedral”, bajo dos condiciones: que todos los beneficios de las ventas efectuadas en Santiago se ingresaran íntegramente en las arcas de la catedral, y que, en vez de obtener el 20% del resto de las ventas en España, se le diese una “asignación de un canon fijo”. La venta de series fotográficas estaba de moda y eran cruciales para mostrar Compostela y atraer a turistas y peregrinos. Así fueron llegando unos y otros, paulatinamente y en viajes organizados, hasta comenzar la Guerra Civil.

Casi paralelamente se echó mano del cine. En el verano de 1925, A. P. Lugín, autor de La casa de la Troya, pidió “sacar fotografías de todo lo relativo a la catedral y culto para darlo a conocer al mundo”. Prudente como siempre, antes de otorgar el permiso, parte del cabildo tuvo que explicar a la otra parte que se trataba de “impresionar películas de culto y procesiones con destino al cine”, algo que en aquel entonces era para algunos “impropio del lugar sagrado”. Ante la duda se acordó que el deán tratase el asunto con el arzobispo “para conocer su voluntad y en consecuencia tomar acuerdo”. El prelado, que ya había concedido esa licencia, propició la autorización del cabildo “con las mismas condiciones”. De ahí surgió la versión cinematográfica de ese best seller de entonces, primera de otras posteriores.

Nada quedaba, pues, al margen de los afanes del clero para promocionar la catedral y Compostela. Ese esfuerzo condujo a un resurgir del fenómeno jacobeo a lo largo del ciclo jubilar de los primeros Años Santos del S. XX (1909-1926).

Quizás esa apertura al exterior, al son de aquellos tiempos pretéritos, pueda servir de ejemplo y buena pauta ante la próxima Década Jacobea del S. XXI (2021-2032). El pasado siempre vuelve, aun con otros aires. Esperemos que sean mayormente favorables y... al son de los nuevos tiempos.

26 oct 2020 / 00:00
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