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¿Alguien da más?

    EL último tercio del mes de agosto activa una especie de mecanismo de fuga cognitiva que evita hacernos conscientes de que, en breve, despertaremos del episodio onírico que suponen estas semanas para gran parte de la ciudadanía. Las ciudades volverán a la rutina de los relojes y de las horas punta. Mientras, intentamos disfrutar de las últimas puestas de sol de un verano marcado por la vuelta a esa etiquetada como “nueva normalidad” que visualizábamos como el final de una película de ciencia ficción.

    Pues bien, podemos considerar este nuevo curso como el kilómetro cero para una ley educativa que pone el broche de oro a sus dislates con la aprobación de una propuesta innovadora para el acceso a las universidades españolas. Al hilo de este último calificativo, me detengo a cavilar si todo lo innovador es, por defecto, constructivo y positivo, parece que, si nadie señala lo contrario, damos por sentado que así es. En otro orden de cosas, pero cargado de similitud, confieso que hace años caí en la cuenta de que al hablar de excepcionalidad parece que la connotación de dicho sustantivo es la de inmejorable, máximo, véase, en el tope. No obstante, excepcional es todo aquello que sale de la norma, sin más matiz, pudiendo, incluso, acompañar al calificativo malo e intensificar su grado en negativo.

    Hace años que me interesa descubrir el elemento clave que lleva a una parte del alumnado a alcanzar un buen rendimiento académico y no me refiero, exclusivamente, al determinado por las calificaciones escolares, visión parcial del proceso, sino al verdadero rendimiento, es decir, al que correlaciona con la adquisición de las competencias curriculares, personales y/o laborales que enriquecen y preparan al discente para un futuro más incierto y variable. Muy a pesar del intento de desvirtuación por parte del manual de demagogia de cierta izquierda, consistente en presentar al proceso educativo formal en una suerte de pasatiempo dulcificado, bajo la alusión justificativa a temas tan importantes como la inteligencia socioemocional, la inclusión o la diversidad, alusión que responde a una pirueta muy poco lícita y que, una vez más, surfea la realidad, maquillando un mensaje rodeado de buenismo oportunista.

    Pues bien, en este ejercicio de análisis, casi obsesivo, siempre he llegado a la misma conclusión, hay una tríada clara que viene definida por tres vértices, el primero hace referencia a las capacidades individuales, el segundo al ambiente que rodea e incentiva al alumno o alumna en cuestión y el tercero al esfuerzo derivado de la motivación por la tarea. En todo caso, cuando una lleva tanto tiempo en modo bucle con una idea, corre el riesgo de perder la perspectiva, por lo que al hilo de una conversación estival, aunque muy consistente, con uno de los investigadores gallegos de mayor renombre internacional, el Doctor Mascareñas, fui quien de tomar la distancia suficiente de mi pensamiento circular, gran título de un gran tema del vigués Iván Ferreiro, y, retomo el tema, me congratulé al sumar argumentos a favor de la recurrente hipótesis del triángulo mágico.

    Conocí de primera mano, gracias a este encuentro que es una tradición veraniega, la historia del Premio Nobel de Química David MacMillan, nacido de una humilde familia escocesa, en quien convergen los tres factores señalados, siendo la motivación y el esfuerzo claves para su carrera como investigador, para su reconocimiento mundial y para el impacto de sus descubrimientos. Tras esta información que correlaciona positivamente con las pruebas que, humildemente, he recogido en mis años como docente y como psicóloga experta en talento, ahora desde el ruedo político me alerto con la firme sospecha de que entramos en un camino sin retorno que nos lleva a la deriva educativa. Pero no satisfecha con los argumentos respaldados por dimensiones más academicistas o científicas, percibo en las conversaciones de chiringuito playero, inquietud y desazón en muchas familias de adolescentes que contemplan, con estupor, como la escuela pública desciende, estrepitosamente, sus estándares de aprendizaje y las pruebas de selección para el sistema universitario público, lejos de ganar en equidad y objetividad, están a punto de convertirse en un test de esos que antes publicaban las revistas llamadas del corazón y ahora aparecen, indiscriminada y persistentemente, en páginas publicitarias de internet.

    He de reconocer que, sin llegar al extremo de Pérez Reverte en su Patente de Corso de hace unos días, no puedo sino mostrar mi preocupación y mi desasosiego, un tanto encolerizado, con el panorama que se presenta ante una dinámica injusta, subjetiva, fortuita y desequilibrada territorialmente, que contribuirá a esa falacia que, bajo estadísticas engañosas, favorecerá la vagancia, el pasotismo, las metas de estrategia y la exigencia de derechos sin el cumplimiento de deberes. Quizá los que tanto hablan de la fuga de talentos pretendan tomar las mejores medidas para que esta circunstancia, lejos de inhibirse, se acreciente, en la misma línea de aquello de crear pobreza y salvar al necesitado.

    Les ruego que no se engañen, seguro que recuerdan ustedes aquel largometraje, tan premiado en las academias cinematográficas, protagonizado por Javier Bardem y titulado No Country for Old Men, en un último entretenimiento veraniego, les invito a jugar con las palabras y sustituir el adjetivo “viejos” por algún otro. No se olviden de incluir, también, el femenino plural, no es baladí y menos hablando de talento ¿Alguien da más?

    26 ago 2022 / 01:00
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