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Aristóteles entre las naciones

El profesor Umberto Eco se hizo famoso, y a la vez bastante rico, gracias a su novela El nombre de la Rosa, que pronto tuvo su versión cinematográfica. Se trataba de una curiosa aventura policíaca ambientada en la Edad Media en una apartada abadía en la que se estaban dando una extraña serie de asesinatos. Llega a investigarlos un sabio y detectivesco fraile franciscano, acompañado por su novicio ayudante, y entre ambos van desvelando todo un entramado de pasiones: soberbia, avaricia, lujuria e ira que son las desencadenantes de estas muertes, provocadas en último término por la posesión de un libro único y extraordinario: el libro de la Retórica de Aristóteles dedicado a la comedia y desaparecido con el transcurso del tiempo.

Aristóteles era “el maestro de todos los que saben” en la cristiandad a partir del siglo XIII, y por eso todo lo que decían sus escritos gozaba de una extraordinaria autoridad. Pues bien, cuando el maestro desarrolló su teoría de los géneros literarios: epopeya, tragedia, comedia, decidió incluir un apartado dedicado al estudio de las obras que nos ayudan a reírnos. La risa estuvo no bien considerada en la Antigüedad porque se la consideraba vulgar y asociada a las clases inferiores. La risa, junto con el llanto son dos formas de expresión de los sentimientos que nos obligan a utilizar el cuerpo de un modo que no podemos controlar, porque, o bien producimos sin quererlo muecas, gestos y sonidos más o menos estrepitosos, o nos manan las lágrimas.

Cuando reímos damos rienda suelta a nuestros deseos reprimidos sobre el sexo, el dinero o los poderosos. La risa está asociada a la sátira y la crítica y por esa razón uno de los frailes de la abadía de esta novela había considerado peligrosísimo que se pudiese llegar a conocer este libro de Aristóteles, añadiendo cosas como que en los Evangelios nunca se describió Jesús riendo. Ni riendo, ni haciendo muchas más cosas que debió hacer antes de morir, que era lo único de él que parecía interesarle a este rigurosísimo y fanático fraile.

Esta abadía, como muchas otras, tenía un scriptorium, es decir una sala en la que los frailes iban copiando libros al dictado, desarrollando así una labor editorial para otras bibliotecas de la época. Las copias se hacían a mano, pero como se hacían varias a la vez, ya fuese del mismo libro o de sus capítulos, los libros escritos en pergamino circulaban a más velocidad de lo que solemos imaginarnos en manos de los distintos tipos de viajeros. Los frailes que iban de abadía en abadía y ciudad en ciudad, los nobles, los embajadores o los comerciantes. Así sabemos que el libro del gran filósofo judío Maimónides: Guía de los perplejos, escrito en El Cairo, a dónde había tenido que irse desde Córdoba huyendo del fanatismo almohade, en pocos meses circulaba ya en las juderías de Polonia.

Nuestro fanático fraile había decidido envenenar las hojas del libro de Aristóteles porque sabía que algunos de sus compañeros iban de noche a la biblioteca a leer el libro. Como pasaban las hojas con el dedo, mojándolo con su lengua, así era como absorbían el veneno que les iba a llevar a la tumba en pago por su delito de ser curiosos.

Pues bien tenemos un caso similar en otra abadía, la del Mont Saint Michel, situada en una preciosa isla en la costa de Francia, en la que habría ocurrido algo extraordinario, según Sylvain Goughenheim, un historiador judío francés que dedicó su libro Aristote au Mont Saint Michel (Paris, 2008) a refutar la idea de que: “ los árabes jugaron un papel determinante en la formación de la identidad cultural de Europa” (p. 13).

Su trama histórica consiste en intentar demostrar que en esa abadía se conservarían las obras de Aristóteles que normalmente se cree fueron introducidas en Europa desde la Escuela de Traductores de Toledo, traduciéndolas del árabe al latín, y llegando así al final de un periplo que también puede ser objeto de otra novela.

Aristóteles no era griego, sino macedonio. Y era hijo del médico de la corte de Filipo III. Se formó como médico pero se fue a Atenas, donde pasó veinte años en la Academia de Platón, y en los que escribió sus obras más populares: sus Diálogos, hoy en día perdidos, como la mayor parte de la literatura griega antigua. Como Platón ordenó en su testamento que le sucediese en el cargo de escolarca- decano, por así decirlo- su sobrino Espeusipo, Aristóteles se sintió muy molesto y fundó su propia escuela el Liceo. Una escuela en la que se formó la primera de las grandes bibliotecas griegas conocidas, que recopiló libros de todos los temas.

Pero como Aristóteles, además de macedonio había sido preceptor de Alejandro Magno, cuando estalló la guerra entre Atenas y su reino debió de huir de la ciudad, llevándose su biblioteca a la ciudad de Assos, en la actual Turquía, donde fue acogido por el tirano que la gobernaba. Allí se quedó hasta que el dictador romano Sila se llevó una parte a Roma, perdiéndose luego la pista y cientos de libros, como los 100 tomos sobre las constituciones de las ciudades griegas, de los que se halló solo el de la ciudad de Atenas en las arenas de Egipto a comienzos del siglo XX.

Todas las obras del filósofo más famoso de la Antigüedad, Posidonio de Apamea se han perdido, como las de Epicuro y los estoicos. Si las de Platón se conservaron hasta que el emperador Justiniano cerró la Academia en el siglo VI. d. C. fue porque ese centro se mantuvo con un rico legado que el terrateniente Platón dejó con sus rentas correspondientes. Los que allí vivieron casi diez siglos conservaron las obras del maestro, que sobrevivieron al paso de la historia porque los monjes bizantinos las siguieron copiando, considerando que Platón era un predecesor del cristianismo.

Aristóteles ni era rico, ni ciudadano ateniense. Por eso no podía tener bienes inmuebles ni dejar legados y por eso su biblioteca se exilió con él. Las obras de Aristóteles sobrevivieron en Oriente. Y fue desde una de sus ciudades, Edesa, desde donde pasaron al mundo persa y sirio, en el que fueron traducidas a esa lengua a partir del siglo IX de nuestra era por el interés que suscitaron entre los califas y los eruditos que escribían en árabe, lengua a la que fueron de nuevo traducidas a partir del sirio y las versiones de Pablo el Persa. (Ver Javier Teixidor: La filosofía traducida, Sabadell, 1991).

Desde Mesopotamia y Siria llegaron a Al Andalus, donde sabios como el judío Maimónides pudieron leer a Aristóteles, cuya filosofía había sido reivindicada como compatible con el islam por Averroes, el gran maestro de Santo Tomás de Aquino. Esas versiones árabes fueron traducidas al latín por judíos en la Escuela de traductores de Toledo, creada por el rey de Castilla Alfonso X el Sabio. Y de ahí pasarían a Europa.

Se da la paradoja que Aristóteles, defendido como compatible con la fe por parte de un musulmán y un judío, es traducido por sabios judíos en una ciudad “española”, algo que S. Goughenheim se negaba a admitir, porque los musulmanes no pueden ser racionales, sino fanáticos, y los españoles casi lo mismo, porque aquí todos somos medio moros, y ya se sabe que: “África comienza en los Pirineos”, como decía Voltaire.

Ese es el argumento de fondo, pero como historiador Goughenheim tiene que montar una trama compleja. Se basa en un supuesto catálogo de libros aristotélicos en griego presentes el Mont Saint Michel, de lo que nadie sabe nada y que no han dejado ni una hoja. Y por otra de otro catálogo de sabios bizantinos que habrían llegado a Francia, y podrían haberlos traducido. Sí, pero de un modo tan sigiloso que ningún teólogo en toda la Edad Media los conoció ni los citó. Sabemos que el obispo de Paris condenó como “averroístas”, más de ochenta ideas de Tomás de Aquino, y que todo el mundo sabía que Aristóteles vino con Averroes.

Nuestro historiador francés lo niega por su prejuicios nacionales: “ España no podía estar más avanzada que Francia”, y por prejuicios religiosos o raciales: “los musulmanes no pueden ser más racionales que los judíos”. Es eso lo que le lleva a montar su novelesca trama de catálogos bibliotecarios, y a intentar refutar a una historiadora alemana, Sigrid Hunke, que había publicado el excelente libro: Allahs Sonne über dem Abendland, Stuttgart, 1960, en él que había analizado todo lo que Occidente debe al islam en las artes, las ciencias y la filosofía. Al leer su crítica da la impresión de que también cree que la historiadora alemana “alaba” a los musulmanes porque son enemigos de los judíos.

Estamos ante una polémica erudita, pero su interés va más allá de la historia de la filología, porque nos permite ver como los perjuicios nacionales, étnicos y religiosos pueden contaminar la investigación histórica de un modo tan rocambolesco como el argumento de la novela de Umberto Eco, pero con menos gracia.

27 nov 2022 / 01:00
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