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Bajo el volcán

    HAY una famosa ley no escrita, o sí, que dice que todo es susceptible de empeorar. Sin duda, es una ley pesimista. Desde hace un par de días los informativos vienen inflamados, incandescentes, más o menos como siempre, pero ahora la causa es bien física, tangible, humeante y feroz: un volcán. Ese volcán de La Palma.

    Aprendo sismología a toda velocidad. La realidad es, a menudo, un temblor. Las imágenes, esas que reinan en nuestras vidas, resultan más espectaculares que nunca. Abren periódicos, portadas, telediarios, mientras el río de lava corre. El río que nos lleva, que nos lleva por delante. Rojo y fuego, la belleza del horror. Suele pasar.

    El infierno en El Paraíso, leo en algunos titulares que aluden a topónimos locales. Es fácil pensarlo, bajo el volcán que ilumina la noche con sus luces extrañas: ese fulgor de otro mundo. Un mundo que se remueve en las entrañas, en esas cápsulas hipogeas donde arde la memoria geológica del pasado aún reciente, ese energía liberada que súbitamente busca el camino y vomita una lluvia de piroclastos (también nuevo vocabulario), sin piedad, sobre un paisaje que se estiraba en paz y calma dulce en brazos de la ladera.

    Ya vamos aprendiendo que con la naturaleza no suelen servir demasiado los argumentos de los hombres. Un volcán es algo grande y poderoso y este, en una tierra dicen que aún joven, lanza sus lenguas, que corren en directo sobre carreteras secundarias y entre casas blancas, en los magacines de la tarde. El periodista nos muestra su avance implacable, ese despliegue telúrico, esta feroz manifestación de energía. Los volcanes parecían cosa de otros, de otros lugares, y, de hecho, la última erupción aquí tuvo lugar hace cincuenta años (que, en términos geológicos, por supuesto no es nada): aquella erupción del Teneguía, no lejos de Montaña Rajada, donde este se ha producido. Creo encontrar algo en los recuerdos de la infancia. Creo escuchar ese nombre.

    Los volcanes no son cosa nueva, más bien lo contrario, pero la sensación es que cada vez tenemos que acostumbrarnos más a lo que decida la fuerza de la naturaleza. Como dijo alguien en la pantalla, pensando quizás en los fenómenos tormentosos, las danas, las inundaciones, toda esa virulencia que algunos asocian al cambio climático: “¡sólo nos faltaba el volcán!”. Cunde la sensación de que estamos bajo el volcán de varias maneras, la real y la metafórica. Pero nada de esto es nuevo en La Palma, aunque sea terrible.

    Sigo aprendiendo un vocabulario sorprendente: enjambre sísmico, por ejemplo, que alude a los sismos localizados en la zona, 7.000 o más en las horas previas a la erupción. Parte de aquel vocabulario aprendido en los libros de texto regresa también ahora, como si hubiera esperado igualmente para erupcionar. Escucho frases admiradas ante la belleza feroz de esos ríos de fuego, ante la noche iluminada, y los periodistas destacados en las proximidades, mientras apuntan a las lenguas de lava que se mueven a pocos metros, señalan que el monstruo tiene ya siete bocas, como siete dragones.

    Las cosas son así, es cierto, pero, por más que conozcan el pasado geológico, y la juventud de la isla, por más que sepan que aún crece y se mueve como un ser vivo, me pregunto cómo puede uno negociar un cambio tan vertiginoso en la vida cotidiana. Cómo no clamar contra la mala suerte, o contra lo imposible, o contra lo que no se puede controlar, ni dominar ni domesticar. Cómo aceptar que lo que ayer fueron laderas apacibles o dormidas hoy es el nido de un dragón de siete bocas que en medio de la noche muestra a las cámaras una belleza terrible.

    21 sep 2021 / 01:00
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