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LOS REYES DEL MANDO

Bares y playas

    NO es que la pandemia nos haya vuelto hedonistas incorregibles (a veces hay cosas que es mejor no corregir), pero ya ven cómo han vuelto a los informativos los bares y las playas. Mi reino por una terraza. Qué digo: mi reino por cuatro metros de arena, aunque estén delimitados con estacas. Habitualmente pasamos el tiempo discutiendo sobre tonterías que no podemos arreglar, porque no tienen arreglo, o porque en realidad no están estropeadas, aunque nos lo parezca. O porque algunos quieren que nos lo parezca. Las últimas décadas han sido así: un no parar ante las tensiones que prenden por todas partes, como incendios intencionados. Nos engañan: no sigan el señuelo de la discusión permanente. No lleva a ninguna parte. Es un truco para mantenernos entretenidos o perpetuamente cabreados. Ignoremos ese pobre guión. Conquistemos las terrazas hasta las tierras altas de Inverness.

    Los bares y las playas acaban de salir a la superficie, como los restos de una civilización antigua. Si conservamos los bares y las playas quizás no salgamos tan mal parados. Podría ser peor. Son tantos los fragmentos de apocalipsis que nos lanzan a diario (alguno impacta) que empezamos a pensar que la nueva normalidad (esa expresión insufrible) se cebaría con todo lo bueno, como por otra parte suele ocurrir. Pero es difícil acabar con los bares en este país. Eso no se consigue fácilmente. Tal vez los bares sean el último vínculo que nos queda con aquel tiempo de vino y rosas, pero sobre todo de vino. Nunca sabe uno dónde está el cable que nos engancha a la vida, o el que sujeta al astronauta a la nave nodriza. Ahora, en este viaje a la pandemia, flotando sobre el horror, astronautas que somos del futuro amenazado sin previo aviso, sólo tenemos el vínculo extraño que conduce al bebedero de aquel tiempo sin hidrogeles.

    Bares y playas, binomio de la felicidad rescatada bajo varias capas de sufrimiento y verborrea. A veces es como desenterrar una ciudad romana. Es como sacar las ánforas de vino del vientre de un galeón. Cuando se vuelca tierra y dolor sobre la felicidad, cuesta reconocer lo que tuvimos en las manos, lo que de verdad amábamos. A veces me siento como un ciudadano de Pompeya: la erupción nos pilló con la sonrisa puesta y pidiendo un gin tónic. Nuestros cuerpos se sacuden hoy el lapilli de la tristeza.

    A mí me encanta que los informativos y los magacines de la nueva normalidad estén llenos de bares y playas. Puede que terminen saliendo todos los bares y todas las playas en pantalla, y eso que hay miles en ambos casos, pero eso es mejor que cualquier otra cosa. Reconozcamos de una vez el viejo territorio arrebatado. Quitemos la ceniza de los santuarios de la felicidad. Resucitemos el cuerpo, que quedó petrificado en el sagrado momento de pedir una de bravas. Sigamos con lo nuestro. Aún resiste aquel eslabón con la felicidad.

    Bares y playas, oh dulce canción del verano. Cantad sobre estos restos arqueológicos. Piratas del futuro, meted de matute en el presente ese pétreo trozo de pasado feliz. Alcemos las copas con este perfume del hidrogel que nos santifica. La playa nos espera con su fragmento de horizonte azul, con la alegría troceada, pero alegría al fin. Hemos desenterrado bares y playas y milagrosamente aún late su corazón.

    25 may 2020 / 02:20
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