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Braquillerato

POR la índole de mis artículos se ve que no me identifico con ese sindicato de tecnócratas de la Educación ni tampoco con ese gremio de pedagogos de laboratorio, más teóricos que prácticos, que, con sus experimentos, sin haber cogido la tiza, han dejado la Enseñanza hecha unos zorros, en cuestión de medio siglo.

Por mi larga experiencia docente –cuarenta años– puedo afirmar y afirmo, sin temor alguno a equivocarme, que, desde hace tiempo, en los centros de Enseñanza Primaria y Secundaria se enseña poco, pues el 60% de ella es burocracia pura y dura, y programación de mucho seso y más peso. Los conocimientos cuentan poco y, en aras de un igualitarismo a menos, se persigue la excelencia.

De la gravísima pandemia del bullying, en el que los victimarios deberían ser expulsados del centro ipso facto y sin complacencia alguna, se pasa de largo. Y no se ataja –consienten, por el contrario, ignominiosamente que las víctimas se vean obligadas a cambiar de centro– el problema, porque las supuestas autoridades académicas: directores, inspectores, delegados y conselleiros de Educación no quieren mojarse, e incluso prefieren darle la razón a padres levantiscos, en detrimento de los profesores, en casos sangrantes, de los que fui testigo presencial.

De ahí que los profesores se sientan desarmados, no sólo ante alumnos díscolos –no se les puede expulsar de clase–, sino también ante las propias jerarquías educativas. Prefieren éstas, como los políticos que se niegan a conceder la categoría de autoridad pública a los profesores para que los abuelos y padres les agredan, que no se expulse a un alumno o alumnos que no quieren estudiar, sino impedir la sagrada función docente y de paso hacerse los gallitos ejerciendo el llamado bullying sobre la excelencia de los que quieren trabajar. No vaya a ser que el malévolo díscolo –la maldad existe– se traumatice. Más trauma y hasta suicidios sufren las víctimas de estas alimañas. Si hubiese Justicia, a estos “cobardes matones” habría que expulsarlos de clase, ponerles una sanción, y, en caso de reincidencia, enviarlos una temporada a casita a pasar unas buenas vacaciones con su ordenador. Así se civilizarían un poco, pues la escuela –que se enteren bien los padres– forma y corrige, pero no educa. La educación es cosa de la familia.

Por lo demás, como nuestros planes de estudio son mediocres y a nuestros jóvenes se les ha prometido demagógicamente una paga sin trabajar, se esforzarán poco para intentar progresar socialmente. O sea que –así como Stalin le respondió a un ingenuo Fernando de los Ríos: “¡Y la libertad, Sr. ministro, para qué!”–, de igual manera dirán aquéllos: “¡Y el estudio, para qué!”, si se puede pasar de curso con asignaturas sin aprobar y hasta, ¡increíble necedad!, obtener el título de Bachillerato con una disciplina suspensa.

Bachillerato, por cierto, de sólo dos años –el nuestro fue de seis–, el más corto de Europa, que hace unos años, con un neologismo de mi cosecha, bauticé como Braquillerato, sustituyendo Bachi –por el adjetivo griego braqui- = corto, breve, véase– el griego sigue hablando en castellano y en las demás lenguas modernas braqui-cardia, braqui-logía, braqui-cefalia, etc.

Termino. Pertenezco al numeroso grupo de ciudadanos de a pie. Por mi oficio me preocupa ver la Enseñanza a la deriva, sin que los políticos de uno u otro signo aporten soluciones; los unos por prejuicios ideológicos, los otros porque están atados por razones políticas; y, cuando pueden dar un golpe de timón, vienen los primeros y echan por tierra sus proyectos sin dejar crecer la planta.

Lo que sí está claro es que la Enseñanza está en bancarrota. Lo confirman los libros: Humanidades y Enseñanza –una larga lucha– del académico de la Lengua y de la Historia F. Rodríguez Adrados; La Enseñanza Destruida, de Javier Orrico, periodista, poeta y catedrático de Literatura de E. Secundaria; y, por último, El Destrozo Educativo, de Gregorio Salvador, vicedirector de la Real Academia Española, que antes que fraile fue cocinero como profesor de Literatura Española en institutos nacionales de E. Media. Sería muy de agradecer que nuestros políticos/as, peritos en el postureo democrático, leyesen estos ejemplares para salvar el barco de la Enseñanza de su hundimiento.

15 sep 2022 / 01:00
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