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Caray con el capitalismo

    HABRÁN oído decir que el capitalismo es la entraña ideológica de la libertad de empresa. Que el libre mercado, su campo de juego, es el más eficiente y justo sistema para atender las necesidades de cualquiera, en la medida en que tenga la libertad para mostrar sus necesidades o apetencias mediante el ejercicio de la demanda. Así, sin ser forzados por nadie, los compradores de un lado y los vendedores de otro, se ponen de acuerdo para que el que paga quede contento y el que cobra también. El precio es el milagro.

    En las facultades de economía enseñamos eso. Ya ni nos acordamos de cuando discutíamos sobre si las economías planificadas, en las que primaba sobre la privada la propiedad pública, era más eficiente o no que las de libre mercado, en las que la propiedad pública prácticamente ni existe. Claro que el recuerdo de las economías planificadas es ciertamente decepcionante. Tampoco queda nada de ellas.

    Pues bien, todo esto lo digo como introducción a una cuestión que puede que no sea necesario explicar: España es un país que ha abrazado, sin mayor prevención, el modelo de la economía de libre mercado. Y este abrazo no fue fácil, eh: recuerden, por ejemplo, la reconversión industrial a la que hubo que hacer frente en la década de los ochenta del siglo pasado. En Ferrol, por ejemplo, aún no la han olvidado.

    Dicho eso, si España es así, ¿cómo es que un número algo más que elevado de empresas privadas, amantes del libre mercado y exigentes de su propia libertad, centran tanta parte de sus fuerzas en pedirle al Estado recursos financieros, algunas veces notablemente voluminosos, como los que se le darán a esa planta de producción de baterías para los coches eléctricos o los que pide Stellantis, por ejemplo, y otras muchas que no cito porque no tengo tanto sitio en esta columna.

    Solo se me ocurre una explicación: si esas empresas que piden recursos financieros públicos se los pidieran al sector privado, que es, según dicen, su mundo natural, de libertad irrestricta, la propiedad se escaparía de las manos de sus actuales dueños, porque los que acudiesen a la llamada serían meros inversores, es decir, buscadores de rentabilidad en el libre mercado, igual que ellos.

    Pero si los recursos los pone el Estado no, porque el Estado ni es ni debe ser inversor en una empresa privada, así que su aportación deja la propiedad en las mismas manos y, además, no siempre espera retornos. ¿Se acuerdan del rescate de la banca? Pues eso.

    Y supongo que captan
    que al decir Estado me re-fiero a nosotros, usted y yo, que somos los que ponen
    y no piden.

    24 nov 2022 / 01:00
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