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Carlota Gurt, luminosa y oscura

    Estuve algo más de una hora con Carlota Gurt, en la mañana fría. Había cierta soledad de viernes en la ciudad, para mi sorpresa. Ella anduvo por A Coruña y por Santiago, con amigos queridos, con amigas queridas: Esther Gómez, Mercedes Corbillón, Javier Pintor. Gente que vive la literatura como pocos, con sus librerías, sus clubes de lectura, sus textos, sus palabras hermosas.

    Carlota vino con su primera novela, que es verde pistacho. Uno de los colores de Libros del Asteroide, lo de Solano. También los tiene fresa chicle y mandarina. Me ponen bien esos libros. El libro, que se titula ‘Sola’ (con ‘Solitud’, el clásico catalán al fondo), está lleno de sensaciones feroces, animales, es un libro de carne y sangre, es un libro orgánico (con mucho sexo, pero no en directo: orgásmico, entonces, de alguna forma), un libro escrito desde la cabeza de Mei, la protagonista, una cabeza en la que se va instalando un incendio, y hay un zorro, una raposa, que observa. También desde la portada.

    Escribiré la entrevista con Carlota, pero permítanme este apunte. Aún tengo el texto fresco, con su humor y su drama, así que me siento invadido por su extraño licor, por el poso amargo, por ese veneno que la soledad te va inoculando. Mei no es Carlota, me dice, no hay autobiografía, pero la autora siempre está ahí, “algo insegura, a veces”, deja caer, porque es su primera novela (tras sus cuentos premiados, ‘Cabalgar toda la noche’, que ahora publicará Galaxia en lengua gallega). Mei no es Carlota, pero Mei también quiere escribir su novela y se va a la casa de la infancia, una masía, con mucho bosque y eso, y el zorro mirón, y alguna gente que anda por allí.

    En principio dirías qué hacer con tan poco elenco (Flavio, y los otros), con una casa que te abraza y puede asfixiarte, con los muebles viejos, con la memoria, con la muerte. Pero Carlota se las arregla, esa soledad puede ser un vientre pútrido, lo es, aunque tiene destellos extraños de felicidad, una soledad que incluye viajes al bosque y a las pozas rojas, y el zorro es el espejo, me dice, es el animal en el que se mira, el solitario famélico. El testigo de la destrucción.

    Entonces la novela avanza. La novela en la novela en la novela. Una rosa es una rosa es una rosa. Costó empezar, pero Mei no tiene miedo al folio en blanco, ni Carlota tampoco (“en esto sí nos parecemos”), sino al folio escrito. El lenguaje de Carlota es un lenguaje animal. Por tanto, muchas veces, imprevisible. Escuchas sus bramidos, sus gemidos, su aleteo, su silencio. Cuando hablas con ella, notas que, a pesar del disimulo de las texturas, ahí anida ese lenguaje profundo, atávico, ella que ha domado tantas palabras como traductora, que ha acunado frases de padres ajenos. En la novela todo es tan orgánico, estas páginas están llenas de carne y sangre, de fluidos, excrementos. Hay que ver lo mucho que mea la gente en este libro.

    El bosque es bueno y es malo, como el bosque de los cuentos infantiles. La casa puede ser terrible, puede asfixiarte, pero el bosque es peor. El bosque alberga un pabellón psiquiátrico. Allá, al fondo, ese lugar es otro animal gigantesco, semidormido, otro vientre. La novela juega con el tiempo, tiene ese final febril que hay que saber leer. La novela es una cuenta atrás. 185 días hacia atrás. Es un viaje turbador, vemos cómo amarillea el árbol de la libertad. Vemos cómo trepa la soledad, se enreda hedionda en los recovecos del cuerpo, adueñándose de él, poseyéndolo, devorándolo, somos su alimento, su carroña, su sustento, su pasión, hasta la última hora.

    29 ene 2022 / 01:00
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