Cerrar la puerta

... Y empieza el paseo urbano; bajo la escalera inspi-
rando y me asomo a mi
calle a paso de domingo.
Veo el amarillo de las hojas de noviembre, no del semáforo; reparo en los gorriones que saltan en algunos rincones de la ciudad, plantas
que asoman en el borde de
la acera, estaban ahí, sí, los descubro hoy. El esqueleto
se ha armonizado a la respiración y el paso se ha ajusta al paso del universo, sin cita ni destino para el deambular de domingo.

El vagabundeo me lleva la orilla de la ciudad y descu-bro que hay gallinas. Y setas. Miro el cielo, que es azul y blanco, para advertirlo he
debido apagar antes el móvil. El silencio se abre al sabroso soliloquio interior y al análisis de nubes.

No festejan el domingo ni las bestias ni los glaciares. Es descanso semanal para buses, bueyes y personas, día del Señor con la misa que nos trasciende y el postre de domingo envuelto en papel y atado con una cita con primor. Es día de telefonear a parientes, interesarse por dolientes, chequear el estado de la tribu, enviar mensajes retrasados y limpiar papeles.

Hace un siglo caminábamos como promedio siete kilómetros al día y ahora solamente trescientos metros; lo que pasa de esa distancia lo hacemos en cinta de gimnasio, en escalera mecánica o en pasillo rodante de aeropuerto. A pie caemos en la cuenta de que estamos articulados para avanzar sobre los pies y no en la plataforma del bus o en el coche.

“Sesenta años, sesenta minutos” me enseñó este verano un peregrino esloveno. Siguiendo este consejo, los octogenarios deberíamos caminar una hora larga al día...

Braceando, con un bastón, con cayado o cojeando, empujamos el corpachón y lo que él contiene, vista adelante y arriba, vamos a pie sin sacar el bonobús del bolsillo. Cierro la puerta de casa y empiezo a caminar.