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Cien años de Edgar Morin

    LEO sobre Edgar Morin, lo veo en las televisiones, en videoconferencia desde Marrakech. Acaba de cumplir cien años. En ‘El Mundo’ reproducen una excelente entrevista de Mauro Ceruti con el filósofo, para ‘Corriere della sera’. Aparece aquí y allá, jovial, pesimista, sí, pero jovial. Cien años no son nada. Y son un mundo. Morin ha atravesado todas las fronteras, ha conocido a todas las gentes. Diría que es un hombre para todas las estaciones.

    Recuerdo cuando lo leí en ‘Pensar Europa’, un libro de los años ochenta sobre las metamorfosis de Europa: algo que él conoce tan bien. Es uno de los padres del continente. Lo mira con altura, con orgullo indisimulado de lo múltiple, de lo plural, pero teme por la desintegración. Lo que pueden hacer algunas mezquindades, esa barbarie que a veces asoma. No menciona la aberración política del ‘brexit’, propia de gobernantes mediocres. Habla con Ceruti de que Europa parece subyugada “a las fuerzas tecnoburocráticas”.

    Morin se volcó en la aventura política europea en los 70, cuando la historia colonial del continente parecía superada al fin por la cultura y el humanismo, el lugar en el que Europa debe encontrarse. Su lugar natural, la esencia de la civilización de raíces tan diversas como extraordinarias. Ese humanismo fue el que construyó a Morin, hijo de las diásporas y las migraciones, que, despojado de identidades e incluso de geografías por los sismos de la historia, acabó abrazando esa identidad tan digna de “ciudadano del mundo”.

    Sefardita, italiano y español por familia, pero también francés, y tantas cosas más, Edgar Morin siempre me pareció el símbolo perfecto de nuestra mezcla y nuestra aventura, la encarnación de la gloria cultural del Mediterráneo, donde sus telas azules siempre han sido visitadas por el oro de lo sueños, el comercio que creó la cultura en movimiento, pero también por la tragedia, que ahora se reedita entre columnas clásicas y ánforas perdidas, con los terribles naufragios de los que sueñan con encontrar una tierra nueva.

    Morin, cien años, es hijo del oleaje del tiempo. Dice que Europa siempre ha viajado a lomos de lo inesperado, que así es su his-
    toria. Su grandeza viene del torbellino creador, del ímpetu de la cultura, de negociar la vida con la imprevisibilidad, que es, finalmente, consustancial al ser humano. Esta es una edad de incertidumbre, como tantas otras, pero Morin cree que quizás nunca el futuro estuvo tan envuelto entre la niebla.

    “Debemos buscar una vacuna contra la rabia específicamente humana”, le dice a Ceruti. “La actitud de degradar a los demás de la manera más cobarde se está extendiendo hasta el paroxismo”, asegura el filósofo centenario. Hay una frase aún más contundente: “nuestra civilización produce los instrumentos de su propia muerte”.

    Cree en la razón, pero no la concibe sin pasión, que es el combustible de las ideas. Recuerda aquel brillo aterrador de Hiroshima, el momento en el que comprendió la posibilidad de aniquilación de la raza humana. Y aunque cree en la grandeza del hombre, puede ver el reflejo de las sombras: “el retorno de la barbarie siempre es posible”, dice.

    Somos humanos, seres incompletos aún. Reivindica el regreso al pensamiento complejo, la única salvación. Vivimos en la debilidad de la fragmentación, la intolerancia y los nuevos mesianismos. Demasiada gente lucha por la supervivencia, “pero una vida reducida a la supervivencia ya no es vida”, concluye Morin, proyectando en nosotros cien años de lucidez.

    10 jul 2021 / 01:00
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