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Cinco lobitos, un millón de ovejas

Una cosa es hacer un canto poético a la lentitud de la vida, a su inanidad. Incluso filmar, cosa que desespera a algún crítico, cómo crece la hierba. Se ha hecho en el cine -también español- de mil formas y ha tenido su lugar, su público, su dignidad. Sin ir más lejos, recordemos aquella maravillosa En construcción, de Guerín. Esto es otra historia. Hasta donde hemos podido aguantar, Cinco lobitos de Alauda Ruíz nos parece una apología del fin del mundo, del término de cualquier épica. Estamos desesperados, es cierto, pero por ahora hemos decidido no suicidarnos. Así que, después de una generosa espera, nos largamos de la sala. Y entonces ocurrió, ya de noche, que el cielo de Santiago era todavía inmenso.

El trasfondo de esta historia es que, por ser un bien escaso, los niños se han convertido en unos tiranos. Doblemente despóticos, también por el hecho de que las mujeres -ellas y nosotros lo hemos querido- parecen haber perdido la relación intensa con el instinto y la naturaleza. Con todo, ¿a quién se le ocurre convertir la lactancia, el estrés indudable de la crianza, más los consiguientes problemas de pareja -¡Tú friegas, no te vayas ahora de casa!-, en largometraje? Se le ocurre tal vez a una generación que ha renunciado, ya no a cambiar la historia, sino simplemente a la aventura de vivir. Quizá me equivoque, pero Cinco lobitos es toda una apología de la domesticación. Poco importa que esté bien aderezada con los agobios de ser madre e hija a la vez, la balanza doméstica de ternuras y pesares, junto a pequeñas puntadas sobre el “micromachismo” de algunos hombres buenos. La coreografía sentimental de Ruíz, a pesar del excelente trabajo de la actriz Laia Costa, no solo aburre, también ofende.

Ocurre como si, pongamos por caso, el progresismo que hasta ayer defendía la violencia como palanca de una ruptura histórica, ahora se hubiese convertido al otro lado y estuviera apuntalando las delicias de la mansedumbre. Papá, mamá, los niños, lo egoísta que es mi marido y las aventuras de supermercado como máximo horizonte de una humanidad que cree haber llegado a la corrección política. Todo lo contrario, dicho sea de paso, de la magnífica Alcarràs, donde sí hay un rastro de sufrimiento común, de injusticia y de épica. Aunque pegada a lo mínimo, esa épica reúne a hombres y mujeres, a jóvenes y mayores.

Se dirá que en Cinco lobitos la idea es retratar la coreografía sentimental de la prisión doméstica en la que se ha encerrado una generación pacífica e igualitaria. Se dirá también que sobrevivir en lo diario ya es una lucha, etcétera. Pero la forma en que lo hace Alauda Ruíz, en esta ópera prima, parece un regodeo en el fin de cualquier horizonte de peligro común. ¿Qué podía pasar todavía, después de este larguísimo comienzo a cámara lenta, encantado de haberse conocido? ¿Que ellos dos finalmente se separen? ¿Que él estalle en algún tipo de violencia? Parece imposible. ¿Que se reconcilien y finalmente vuelva a triunfar el amor?

No nos interesa. Como tampoco interesa, con perdón de los animalistas, las cien avatares que todavía puedan ocurrir en una jaula de grillos. De acuerdo en que la vida y su épica se libran a veces en escenarios muy angostos, donde aparentemente no ocurre nada grandioso. Hasta ahí conformes, pues ahí puede incluso haber héroes. Esto es otra historia. Nunca pareció otra cosa que el triunfo imperial del pequeño relato del narcisismo. Igual que en las redes, un incesante narrar la propia pasividad, la dimisión de la que somos radiantes protagonistas: “Hoy no he ido al baño todavía”... No, es demasiado. Incluso aunque estuviésemos vencidos.

12 jun 2022 / 01:00
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