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Claudia

He leído Catedrales de Claudia Piñeiro, publicado ahora mismo por Alfaguara. Es un libro magnífico, demoledor, definitivo. En la más pura teoría, pertenece al género del thriller, pero creo que dejarlo definitivamente anclado ahí sería injusto. Es, ante todo, filosofía. Nada más comenzar a hojearlo, me venían a la memoria ciertas perlas de esa sabiduría angustiosa que nos regaló hace muchos años ese grandioso exégeta de las miserias humanas que fue Emil Cioran. En especial, alguna de aquellas que había compilado en 1952 en un volumen llamado Silogismos de la amargura: “Deber de la lucidez: alcanzar una desesperación correcta, una ferocidad apolínea”, o “¡Ay del acongojado que frente a sus insomnios no disponga más que de una reducida reserva de plegarias!”, o bien aquella reflexión iracunda que reza: “Tras haber buscado en vano un país adoptivo, volverse hacia la muerte para instalarse en ella como ciudadano de un nuevo exilio.” El relato es dos cosas: aparentemente simple y totalmente atroz. Una cría de diecisiete años, Ana Sardá, que pertenece a una familia acomodada y profundamente católica de un buen barrio de Buenos Aires, es hallada muerta en una suerte de vertedero, desmembrada y parcialmente calcinada. Todo parece indicar que el móvil ha sido sexual. Lisa y llanamente: violación y asesinato...

CATEDRALES. El crimen ha pasado hace treinta años. Ha conseguido destrozar totalmente a los allegados de Ana. A lo largo de la narración, cada uno de los elementos de los Dramatis Personae va contando con su propia voz la evolución de los hechos. Habla Lía, su hermana, que emigra, curiosamente, a Galicia, más concretamente a Santiago de Compostela, donde acabará regentando una librería, jurando no volver, ni siquiera a tener contacto con su familia (exceptuando a su padre, Alfredo), mientras no se desvele el misterio. Habla Mateo, su sobrino, aliado de Alfredo, que sacará sus propias conclusiones, y que irá a parar, también, a la capital gallega. Habla Marcela Funes, amiga de Ana, amnésica debido a un accidente que ocurre en el momento en que la niña muere (el apellido es una broma privada de la autora en homenaje al cuento Funes el memorioso, de Borges). Da su declaración un curioso criminalista, Elmer, que pudo haber resuelto el caso si le hubieran dejado (“Un ignorante con poder es una fatalidad. Y un corrupto, ni le digo”). Y hablan Julián, ex seminarista y marido de Carmen; y ésta, que es su hermana mayor. El epílogo de Alfredo sirve de aclaración de todo. Fanatismo religioso de fondo, crudeza de una realidad muy reconocible, denuncia social. Extraordinario...

29 mar 2021 / 01:00
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