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Consorcio, un bien necesario

    SURGIDO en 1991 como oportuna e imaginativa reformulación de un organismo con sus raíces en 1964, la constitución del Real Patronato de Santiago, orientado a la preservación y revitalización de Compostela y su patrimonio cultural, se dotó al año siguiente del oportuno instrumento, el Consorcio, como órgano ejecutor de las políticas fijadas por aquél, donde conviven Gobierno central, Xunta de Galicia y Concello de la ciudad.

    Pese al tiempo transcurrido, el Consorcio, en más que inmerecida imagen nacida acaso de sus primeras y más urgentes realizaciones circunscritas a la zona monumental y aún por el persistente y manido discurso institucional, es percibido entre buena parte de la ciudadanía como una herramienta al servicio principalísimo, sino exclusivo, del casco. Función y realizaciones que, según ese imaginario colectivo, vendrían a ejemplarizar lo que advierten Belén Castro Fernández y Ramón López Facal, siguiendo a Marlaux, Urquízar y otros, en De patrimonio nacional a patrimonio emocional en el sentido de que la excesiva valoración icónica de un monumento deriva en su restauración historicista, “aquella que depura su esencia genuina y la convierte en reclamo de un destino”, donde lo relevante no es la función que esos edificios vienen desempeñando sino su contemplación estética, degenerando en musealización o, peor aún, mero fachadismo.

    Ahora que el Consorcio celebrará los treinta años de trabajos, cuenta en las sucesivas memorias anuales con múltiples muestras de su eficaz servicio al propósito del acta fundacional del Real Patronato que mandataba “la preservación y revitalización del Patrimonio Cultural representado por la Ciudad de Santiago, en sus aspectos histórico-artísticos y arquitectónicos, la difusión de los valores europeístas y el desarrollo y potenciación de las actividades turísticas y culturales vinculadas al itinerario jacobeo” y que tanto difieren de aquella práctica museística o fachadista.

    Sintonía entre mandato estatutario y realizaciones concretas centradas en el desarrollo de políticas de recuperación urbana y del espacio público o la actualización de infraestructuras y equipamientos, pero también en el impulso de importantes políticas de acción cultural –Real Filharmonía o centenas de exposiciones– y de estudio e interpretación de la historia de la ciudad a través de un fondo editorial de varios cientos de publicaciones que, por cierto, cuentan con el baldón de su incomprensible accesibilidad digital para la ciudadanía.

    Algo que debiera corregirse en tanto que son fondos públicos.

    Por otra parte, Laraño, Berdía, Sar, Vista Alegre, Pontepedriña, Selva Negra, Salgueiriños, San Lázaro, Alameda, Bonaval o Belvís son algunas de las zonas urbanas con actuaciones del Consorcio que desmienten la reduccionista visión de responsabilidad sólo sobre el casco histórico y que confieren al organismo esa visión de conjunto, en lo material y lo intangible, que abarca el corpus de la urbe en su sentido más completo y trascendente.

    Ahora y para los próximos 11 años se anuncia, por los políticos, una regalía de millones a gestionar por el Consorcio que a este cronista más le recuerdan el cuento de la lechera. Pero se basta la actividad de la programación anual para reivindicar un organismo tan efectivo como necesario.

    05 dic 2022 / 01:00
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