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Crónica de un suicidio político asistido

UNA de las frases más célebres atribuidas a Otto von Bismarck, y que se sigue repitiendo hasta la saciedad, es aquella en la que afirma que España es la nación más fuerte del mundo, porque siempre está intentando autodestruirse y nunca lo consigue. Según parece, la paternidad de esta frase, más que de Bismarck, es de Federico el Grande de Prusia, al menos según John Bramsen, quien, en su libro Remarks on the North of Spain, recuerda que es el emperador, mucho antes que el canciller, el que manifiesta que España es el país más difícil de llevar a la ruina, dado que su Gobierno, pese a tratar de procurarlo durante años, nunca lo logra.

Sea cierta una u otra versión, ambas tienen en común algo incontestable, como es nuestra recurrente tendencia colectiva a suicidarnos, un suicidio que impide consolidar de forma duradera los cimientos de una convivencia democrática basada en la legalidad, la inteligencia y la tolerancia.

Esta tendencia al suicidio es en nuestros días una tendencia asistida por diversos mecanismos, pero sobre todo por los que los activan, con el fin de conseguir el desenlace buscado en el marco de una estrategia común: acabar con los fundamentos básicos de nuestra estructura constitucional. Así, los partidos en el poder y los que, aprovechándose de su debilidad, les someten a una extorsión permanente, pervierten las reglas del juego democrático, recurriendo para ello a un argumento clave en sus relaciones con los que no comparten sus ideas: el argumento ad hominem, propio del que carece de razones y que, por carecer de ellas, simula ante aquel con quien polemiza una autoridad intelectual, moral o ética que no tiene. Esta carencia, libre de las ataduras que imponen las libertades liberales, la democracia pluralista o la primacía de la ley, simplifica de forma arbitraria la realidad con el fin de hacerla más manejable.

Las enmiendas a las leyes orgánicas del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, y en especial al Código Penal, con la supresión del delito de sedición y la reforma del de malversación, son pasos de ese proceso de simplificación, un proceso que en el fondo, parafraseando a Aldous Huxley, no es otra cosa que un proceso de control y regimentación, de recorte de la libertad y de negación de los derechos individuales.

Un proceso que es obra de una serie de personalidades, cuyo carácter irreflexivo, frívolo y corrupto, al servicio de una innegable manipulación política, está consiguiendo poner a su exclusiva disposición no sólo los poderes del estado, sino también sus instituciones, en un claro desafío constitucional, cuya denuncia, en una situación tan crítica como ésta, es una inevitable obligación cívica para los que, en palabras de Joseph Weiler, nos consideramos constitucionalistas profesos.

Es cierto que una acción de defensa de la constitución, o de uno de los hitos más brillantes de nuestra historia democrática más reciente, como es la transición, conlleva tener que hacer frente en estos momentos a no pocos insultos por parte de temperamentos inflexibles o intolerantes, que exigen, desde unos elevados niveles de coerción, una completa sumisión a sus opiniones. Pero es justamente aquí, en un contexto expuesto a riesgos como éstos, en donde la oposición, y en concreto su líder, debe tomar una decisión no fácil, pero inexcusable: saber cuál es el papel que, salvando las distancias de tiempo y lugar, se espera de él, el de Churchill o el de Chamberlain, so pena que, de no elegir el adecuado, active un mecanismo que, más por omisión que por acción, contribuya igualmente a nuestro suicidio político, desde una perspectiva distinta, claro, pero no por ello menos preocupante que la de los que pretenden desmontar el estado de derecho.

Por último, no puedo dejar de hacer mención a otro mecanismo de esta naturaleza, propiciador también de este suicidio político, y es el atronador silencio de la sociedad civil en una coyuntura tan grave como la actual. Hay, evidentemente, excepciones, la última de las cuales, valiosas donde las haya, es el manifiesto en defensa de la nación constitucional y por la igualdad de todos los españoles, pero la tónica general no es desgraciadamente ésta. Su despreocupación, pasividad, mansedumbre, en fin, hace que, pese a vivir dentro de un proceso como el que estamos viviendo, no sea capaz de darse cuenta de él, tal vez porque está muy fascinada por los continuos cambios y crisis o porque tiene poco tiempo para pensar en lo que sucede a su alrededor.

Sea como fuere, olvida con ello dos grandes máximas: “Oponte al principio” y “Piensa en el final”, un final que es necesario visualizar para oponerse cuanto antes y evitar así nuestro suicidio político.

19 dic 2022 / 01:00
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