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Cuando la historia envenena los sueños: los antecedentes

Dice un proverbio árabe que “para encender el fuego hacen falta palillos y para encender una guerra hacen falta palabras”. Es verdad, porque para encender una guerra es necesario inculcar el odio, y el odio solo se puede transmitir con la palabra oral o escrita. Hay dos clases de odios: el que nace de nuestros sentimientos y el que se aprende, y ese odio enseñado y aprendido es casi imposible de desaprender. Y cuando las palabras que acunan el odio provienen de un pasado lejano y prestigioso, entonces todavía son mucho más peligrosas, porque los textos de tiempos remotos están cargados de una autoridad casi indiscutible.

Esto explica lo que ocurrió en el año 1943 en la Italia ocupada por los nazis cuando la Villa Fontedamo, de la que era propietario el conde Aurelio Baldeschi Guglielmi Balleani, fue asaltada, por orden de Heinrich Himmler, por un comando de las SS que tiró la puerta abajo y registró las tres plantas del edificio, habitación por habitación y centímetro a centímetro, dejando destrozados los frescos, mosaicos, cuadros y libros del palacio. ¿Qué estaban buscando? Pues el más antiguo manuscrito del libro de Cornelio Tácito Sobre el origen y las costumbres de los pueblos germánicos, publicado en el año 98 d.C. No lo encontraron porque el conde y su familia se habían refugiado en otra casa de su propiedad sita en el pueblecito de Osimo, que estaba encaramado en la escarpada ladera de una colina.

Pero ¿a qué se debía tanto interés? Pues a que Himmler esperaba, como escribió en su diario el día 24 de septiembre de 1924: “así volveremos a ser, o al menos algunos de nosotros”. Himmler quería retornar a un pasado ideal en el que sus antepasados germanos habrían vivido como una especie de nobles salvajes, de acuerdo con la descripción de Tácito, que nunca los había visto personalmente, pero cuyo valor, vida y hazañas conocía por la crónicas de los analistas de las campañas germanas de las legiones romanas.

Cornelio Tácito encarnaba el ideal político de los senadores romanos del siglo I de nuestra era, en la que todo el poder político, que se derivaba del control de las legiones, era patrimonio personal de unos emperadores cuya riqueza y capacidad de ejercer la violencia no tenían nada que ver con la fuerza de sus virtudes. Tácito creía que la grandeza de Roma se había debido a una ciudad, dotada de una constitución que repartía el poder entre el senado, las asambleas populares y los magistrados, logrando así un equilibrio casi perfecto entre las clases inferiores y superiores.

Además en esa ciudad, en la que no habría estrepitosas diferencias de riqueza, cada ciudadano era soldado a lo largo de casi toda su vida y trabajaba en el campo. El campo se consideraba como la fuente natural de las riquezas, mientras que el comercio exterior, asociado al lujo, era considerado responsable de la degeneración de las costumbres sexuales, de la vida familiar y social, de lo que se responsabilizaba mucho más a las mujeres que a los hombres, razón por la cual se nombraban magistrados encargados de controlar sus vestidos, peinados y todos los aspectos de su vida.

Frente a un poderoso y rico imperio minado por el lujo, la decadencia de la moral, sobre todo familiar, y por el desinterés por el servicio militar, Tácito construyó la imagen idílica de esos habitantes de las selvas de Alemania, que habían derrotado a las legiones romanas en el bosque de Teutoburgo. Sus germanos eran ante todo guerreros fieles hasta la muerte, que “elegían a sus reyes por la nobleza, pero a los capitanes por su valor”. De la guerra obtenían un botín que repartían entre el caudillo de cada expedición y sus seguidores, un caudillo llamado dux, porque era su guía, como lo era también el Führer, cuyo título deriva de la idea de Führertum, conducción del pueblo hacia su destino.

Pero ese valor militar era posible por su moral familiar y sexual, y por su frugalidad y capacidad de afrontar la escasez y todo tipo de penalidades, tal y como habían hecho los antiguos miembros del pueblo romano, sus mujeres y sus hijos. Los germanos además eran un pueblo originario. Hablaban un idioma muy antiguo, que conservan hasta la actualidad y al que no se pudo imponer el latín, tal y como ocurrió en el resto de la parte occidental del Imperio Romano. Y sería ese idioma, unido a una tradición multisecular, a una tierra, a unas costumbre y modos de vida y a unos paisajes rurales específicos, lo que garantizaría la pureza milenaria de un pueblo y una estirpe, o una sangre.

Esta idea de la superioridad moral de los germanos se reforzó tras la invasiones que pusieron fin al Imperio Romano, se consagró cuando Carlomagno, un germano, fue ungido emperador de Roma por el papa León en el año 800 d.C. y se vio de nuevo reforzada cuando Lutero y la reforma protestante exijan la separación de una Iglesia que consideran corrupta por su riqueza, su falta de moralidad y su complicidad con el poder político.

Lutero quiso volver al cristianismo primigenio, a la comunidad de los Apóstoles. y limpiar a Roma, a la que llamaba “la gran prostituta de Babilonia”, en expresión bíblica, reduciendo la riqueza, restaurando la moral, y volviendo a la comunidad, una comunidad que debería poder leer los textos sagrados en su propia lengua: el alemán. La reforma luterana fue otro modo de revindicar el ideal de Tácito del salvaje noble y puro, aunque en este caso cristiano, pero partiendo de la idea de que solo los alemanes pueden ser los verdaderos cristianos, gracias a su superioridad.

La superioridad alemana sobe todos los pueblos, “Deutschland über alles”, como decía su primer himno nacional, fue una idea compartida con los demás nacionalismos, pero se pervirtió cuando la comunidad nacional se identificó con una raza, la aria, considerada cuna de la humanidad, y a la que se quiso buscar un antagonista eterno: el judío, siguiendo las ideas de un antisemitismo, que no fue inventado en Alemania, y de un racismo y un darwinismo social, que fue una creación anglosajona.

Los más furibundos textos antisemitas en los que se inspiraron los nazis, además de la tradición europea secular, que es antijudía pero no racista, porque el judío deja de serlo si se convierte al cristianismo, fueron libros como el de Arthur de Gobineau Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, 2ª ed., 1875, que dedicó a Jorge V, rey de Hannover, Príncipe Real de Inglaterra, Duque de Cumberland..., pues se identificó con ese país. O el de Houston Steward Chamberlain, autor de un libro en tres volúmenes, Los fundamentos del siglo XIX, publicado en alemán, pero traducido ya al inglés en 1911, y el propio libro de Charles Darwin El origen del hombre, que estableció que la historia humana es una lucha entre las especies en la que sobrevive aquella que es la más apta en esa eterna lucha biológica por la vida que es la historia universal.

Lo que había dicho Darwin también lo había dicho Herbert Spencer en sus Principios de Sociología (trad. española resumida en dos vols., Buenos Aires, 1947), y en sus Principles of Ethics, 2 vols., 1987, quien estuvo a favor de la higiene racial, en contra de la ayuda a los pobres, y a favor de la eliminación, de una u otra forma, de las personas con discapacidades físicas o psíquicas, intentado que se prohibiese su reproducción. A ellos podríamos añadir el libro de Henry Ford, el famoso fabricante de automóviles y admirador de Hitler, titulado El judío internacional, reeditado muchas veces y traducido a varios idiomas, que se basó en una burda falsificación de la policía secreta zarista titulada Los protocolos de los sabios de Sión, unas supuestas actas secretas de la conspiración judía mundial en los terrenos económico, militar, social, racial..., que paradójicamente unos astutos y perversos sabios clandestinos judíos habían decidido publicar, dejando así serias dudas acerca de su inteligencia, o por lo menos de su capacidad para la conjura.

Con todos estos antecedentes, los intelectuales nazis, cuya inteligencia fue inversamente proporcional a su capacidad de sembrar el odio, y cuya originalidad, que tendía casi a cero, también era inversamente proporcional a su pasión por el poder y la riqueza, escribieron obras como El mito del siglo XX, 1928, de Alfred Rosenberg, considerado el gran ideólogo del nazismo, o esa sarta de tópicos nacionalistas que es Mi lucha, de Adolf Hitler, un libro en el que sale a la luz un racismo primario, basado en el contraste entre arios y semitas, cuyas consecuencias veremos próximamente en el terreno del antiguo cristianismo, cuando se le niegue a Jesús su condición de judío.

(Continuará)

18 dic 2022 / 01:00
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