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Cuarentena con hijo

mi encierro arrancó el pasado 13 de marzo. Tan pronto como el extravagante Boris Johnson hizo sus primeras declaraciones sobre el covid-19 en el Parlamento británico diciendo que pensaba desarrollar una especie de inmunidad en grupo, le pedí a mi hijo mayor que tomara el primer vuelo disponible desde Londres y los dos nos encerramos en mi piso para evitar contagiar a la abuela.

Sus compañeros de residencia eran mayormente asiáticos, y como acababan de venir de celebrar su Año Nuevo con las familias, que allí se celebra el 25 de enero, pensamos que su contagio podía ser más que una hipótesis, así que por consejo de su hermano, que es médico, decidimos que era prudente no poner en riesgo la salud del resto de la familia.

El gobierno central no había decretado todavía el estado de alarma, pero como ese mismo día en Galicia el presidente Feijóo ya había ordenado el cierre de los colegios y los bares, adelantamos el mal llamado confinamiento.

Por un momento, mientras veía las luces del avión aproximándose y contemplaba el resto de los vehículos estacionados, me sentía dentro de una de esas películas de guerra en las que, ante la inminencia del conflicto, hay que desalojar las ciudades. Y me acordaba también de una serie sobre la pandemia que le pedí a Ramón Campos en 2010 para HBO Latino, donde abordábamos la famosa Gripe A, entonces tan de moda. De repente me acordé de aquellos guiones y me vi dentro de ella. Ramón acababa de producir Guante blanco para TVE y esta serie iba a ser nuestro primer proyecto juntos. Mi divorcio, primero, y la inopia de los ejecutivos del canal más tarde, pues no supieron ver la oportunidad de la idea ni el inmenso talento de Ramón, dieron al traste con el proyecto. Poco después, y pese al fracaso de TVE, Ramón produciría Roma para Antena 3 y se convertiría junto a Alex Pina y Daniel Écija en el productor español de ficción más brillante del siglo XXI.

Hace ya diez años de aquello. Por entonces mi hijo Pablo era un enano de diez años. Ahora aparece por la puerta de llegadas con su barba de nerd y una mascarilla nivel 2 que se compró en la primera farmacia que encontró. Se la puso cuando tomó el UBER que lo llevó a Heathrow y luego permaneció con ella durante todo el vuelo. Nos saludamos a distancia. Se sube al asiento de atrás de mi coche y evitamos el contacto físico. La verdad es que me siento como un taxista y me acuerdo del escritor Alvaro Cunqueiro, que, cuando era niño, acudía al garaje de la catedral junto a su hermano Pepe y los dos jugaban en un coche que acaba de comprarse el obispo de Mondoñedo.

– ¿A dónde vamos ?, le preguntaba el hermano.

– A Becerreá, respondía Cunqueiro.

Los dos nos reímos con la anécdota del fabuloso fabulador y mi hijo, haciendo de Cunqueiro, me pide que lo lleve a Riazor. Creo que es la primera vez en la vida que no nos damos un beso para saludarnos y, por lo que conversamos, me doy cuenta de que en Londres están todavía a años luz de aterrizar en la realidad de lo que se nos viene encima. La noche anterior, Pablo todavía estuvo dando un concierto con su amiga Lúa –una viguesa que dará mucho que hablar– , en un pub donde había doscientas o trescientas personas.

Desde aquella noche de marzo hemos pasado cuarenta días encerrados en un piso de cien metros.

Afortunadamente, tenemos vistas a la playa y podemos mirar el mar desde la ventana. También nos vemos todos los días por WhatsApp con Marcos, mi hijo pequeño. Ellos son nativos digitales y lo llevan mucho mejor que nosotros.

Por suerte, a Pablo le han ofrecido rematar por videoconferencia el trimestre que le quedaba pendiente en la universidad, y el tiempo que le queda libre, lo dedica a escribir canciones para un amigo rapero. Reproduzco uno de sus textos porque creo que cuenta su cuarentena mucho mejor que yo:

“Estamos encuarentenados/ No se puede ir a ningún lado/ Todo el día en el sofá tirado/ Parece que estoy retirado/ Todo el día al móvil pegado/ Las fotos que tú has colgado/ Me tienen hipnotizado/ Y ahora estoy aburrido en la casa/ Pasan los días, las horas no pasan/ Tiktoks, memes y cartas/ Todo por videollamada/ Bored in the house como TVGA/ Sigo a las dos de la tarde en la cama/ Gracias que tenemos el Netflix/ La mitad se jode como se caiga. / Yo nunca pierdo la calma /Pero echo de menos a toda mi ganga/Voy a aprender a tocar la guitarra/ Todo el que sale en la tele, te mira a los ojos, te miente a la cara/ Ellos quieren poder, quieren dinero, quieren la fama/ Pero cuando llega el momento/ Nadie tiene culpa de nada“, y en este plan.

Además de escribir canciones, Pablo ve series y ha descubierto la versión americana de The Office. A juzgar por las risas que oigo desde mi despacho, le está encantando.

Pasados los primeros quince días de su cuarentena, y después de dos semanas usando distintos baños y sin contacto físico, ahora ya podemos convivir como padre e hijo, y dejar de ser compañeros de piso. La verdad es que todo se hacía extraño.

Yo, por mi parte, creo que he salido un par de veces al supermercado, hasta que finalmente conseguimos servicio a domicilio para la carne, el pescado y la fruta, y ya no volví a pisar la calle salvo para sacar la basura. Bien pensado, la pandemia no me ha pillado mal. El año pasado, con la idea de dar ejemplo a mis hijos, aprendí a cocinar con la Thermomix, de manera que puedo ejercer con cierto decoro como amo de casa, si bien mi asistenta Belén, que es un cielo, insiste en venir a cuidarme porque no quiere cobrar sin trabajar.

Por otro aparte, yo llevaba desde principios de año enclaustrado e investigando para escribir un libro sobre Alvaro Cunqueiro, de manera que mis rutinas diarias apenas han cambiado. Bien pensado, los escritores son como monjes en una celda , así que apenas noto la diferencia. O eso es al menos lo que me digo y trato de pensar para llevar mejor el encierro.

Como nos ocultan los muertos, esto se parece bastante a la Guerra de Irak, en la que todo era aséptico y virtual, como en un videojuego, y parecía que no se moría nadie.

El único impacto real lo sufrí cuando mi amigo Fernando me llamó desde Madrid para decirme que su madre había fallecido. Feminista y progresista de toda la vida, había acudido a la manifestación del 8-M. Como es lógico, mi amigo quiere que alguien responda de tamaña irresponsabilidad ante los tribunales. Y conociéndolo no tengo ninguna duda de que él y muchos más afectados que perdieron a sus padres y a sus seres queridos lo van a conseguir.

-– Yo leo el ABC a diario, me dice, y desde enero, el periódico le había dedicado cinco portadas a la pandemia advirtiendo de lo que se nos venía encima. Como para no enterarse.

En el fondo, pienso que soy un afortunado porque no tengo a ningún conocido infectado y porque Galicia está en una esquina y tenemos un presidente con experiencia que se anticipó al Gobierno central, todo lo contrario de lo que hizo el racista Torra, que ahora encima dice que una Cataluña independiente tendría menos muertos que la España que los mata. Otro populista, como Johnson.

Salvo ir a nadar a La Solana a diario, y realizar consultas en la biblioteca de la Diputación, mis hábitos de vida siguen siendo los mismos de antes. Como mucho, iba a merendar con mi chica a Magnolia, un delicioso local de repostería que está al lado de mi casa y que regentan con su hija dos médicos venezolanos que están exiliados y que siempre me advierten sobre otro populista de libro: Pablo Iglesias. Lo conocen bien porque es discípulo de Chávez y de Maduro, los políticos que arruinaron su vida y les obligaron a dejar su querido país. Como ellos, hay más de cinco millones de venezolanos.

-– “Los españoles que votan a Pablo Iglesias no saben lo que hacen. La estrategia de estos populistas es arruinar los países donde gobiernan y luego ir de salvadores de los pobres. Votos cautivos”, me dicen.

Me acuerdo de ellos todos los días a la hora de la merienda mientras camino por el pasillo de la casa media hora diaria para hacer un poco de ejercicio. Yo apoyo incondicionalmente a los que pasan dificultades y de hecho estoy ayudando ya a algunas personas de mi entorno, pero de las personas en casos de extrema necesidad casi prefiero que se ocupen Cáritas y los ayuntamientos, que conocen los problemas y las personas de cerca, y así se evitan los fraudes. Lo ideal es una gestión de proximidad. En efecto, con la pandemia, Pablo Iglesias ha encontrado el terreno abonado. Es el escenario ideal para poner en marcha su Pablismo/Leninismo. Si a Soraya Sáenz de Santamaría le llega a pillar la cuarentena en el Gobierno y se le ocurre saltársela para comparecer en rueda de prensa, la cuelgan de un árbol mediático. Si a Ana Pastor su coronavirus la pilla en el Gobierno o en la presidencia del Congreso, y se le ocurre ir a la clínica Ruber a curarse, como hizo la vicepresidenta Carmen Calvo, le montan un escrache virtual y se muere del susto. Son los gobernantes que tenemos. Los que hemos votado. Pero nos pueden llevar a la ruina, como bien me advertían ya antes de la crisis mis amigos venezolanos.

La primera semana de la cuarentena pensé que era la ocasión ideal para un Gobierno de coalición encabezado por Felipe González y por Rajoy, dos personas con sobrada experiencia y que representan, uno a la izquierda y otro a la derecha, el sentir de la mayoría de los españoles. Además de la crisis sanitaria, serían unos activos importantes por su experiencia y credibilidad para tutelar la recuperación económica. En un acto de dignidad, lo lógico es que Pedro Sánchez hubiera dimitido por haber autorizado la manifestación del 8-M, aquella donde se decía que mataba más el machismo que el coronavirus, pero ya vamos camino de los 30.000 muertos. Aunque nos los oculten. Veo el estadio de Riazor en frente de mi casa y los fallecidos ya superan su aforo. Es la mejor imagen que tengo para ser consciente de lo que está pasando. Y detrás de cada muerto, hay una familia, como la de mi amigo Fernando, que además no ha podido asistir al entierro de su madre.

Efectivamente, observo que la cuarentena me está sentado fatal porque estoy dejando de ser políticamente correcto, pero recordar las reflexiones de los médicos venezolanos que ahora trabajan como camareros me ha hecho imaginar una España que no quiero. Este año les voy a escribir una carta anticipada a los Reyes Magos de Oriente. Les pido poca cosa. Que además de la labor de los sanitarios y del sector servicios que nos mantiene abastecidos, se reconozca también el trabajo de la España vacía y de las personas del campo, pues no puede ser que un litro de agua valga más que uno de leche, por poner solo un ejemplo. Si esta crisis, además de hacernos reflexionar sobre la cantidad de cosas que compramos y que no necesitamos para nada, nos hace entender que los científicos, los médicos y los profesores son mucho más importantes que los futbolistas y las estrellas de Hollywood, entonces pensaré que ha servido para algo. Otra opción es que ya que no hemos sido capaces de pactar un gobierno de coalición, Amancio Ortega nos ceda a Pablo Isla para gestionar la crisis. Bien pensado, un país no deja de ser una empresa. A ver si hay suerte.

29 abr 2020 / 00:58
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