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Cuerpos, ideas y palabras

Gracias a los progresos de la neurología y la psicología genética, cada día ignoramos un poco menos lo que somos y lo que son nuestros cuerpos. Sabemos que desde el momento en el que nace un niño comienza a desarrollar sus redes neuronales, que irán conectando a las neuronas entre sí . Cada una lo hará con varios miles mediante sus sinapsis, que le permiten intercambiar chispas y moléculas, por decirlo así.

Al nacer un bebé no ve, reconoce la voz de su madre por su tono, pero no distingue los sonidos, y tampoco tiene control sobre su cuerpo. Tardará mucho tiempo antes de que pueda distinguir un objeto, situarlo e intentar cogerlo con su mano, o hacer sonar un objeto a voluntad. Y también necesitará tiempo para aprender a tocar las partes de su cuerpo y reconocer un pie como suyo, ya no digamos su nariz, sus ojos o sus orejas.

A partir del año el niño comenzará a controlar sus movimientos e intentar andar, y paralelamente irá perfeccionado sus esquemas sensorio-motrices, que serán inseparables de su desarrollo cognitivo y afectivo. Luego comenzará a hablar y a identificar objetos y palabras, y entre ellas aquella que será su nombre propio. Los niños suelen dirigirse a sí mismos llamándose por su nombre, lo que se debe a que nuestros nombres no somos nosotros, sino la etiqueta con las que nos denominan los demás. Mi nombre es el sonido con el que me reconocen como lo que yo soy, y a base de escucharlo decenas de miles de veces desde niños llegamos a interiorizarlo como nosotros mismos. Por eso es tan importante la discusión actual sobre los cambios de nombres e identidades.

Cuando yo percibo algo: un olor, un sabor, un sonido..., siento que lo percibo yo. Tengamos las sensaciones que tengamos siempre tendremos que añadirle el pronombre yo, como cuando decimos: ¿me huele fatal, tú no lo hueles? Y lo mismo ocurre cuando pensamos, a pesar de que nuestros pensamientos son siempre sobre algo, y no sobre nosotros mismos. Cuando me doy cuenta de que dos y dos son cuatro, me doy cuenta yo, independientemente de que sea así. Y cuando se trata de algo más complicado podemos decirle a otra persona: ¿a qué es así?, para comprobar si piensa lo mismo que nosotros.

A esa sensación de estar percibiendo el mundo exterior Aristóteles le llamó el “ sentido común”, es decir la sensación de que se está percibiendo físicamente algo que viene de más allá de mi cuerpo. Y a ese mismo fenómeno le llamó Kant “la unidad sintética de la percepción”. Suena muy complicado, pero es así de sencillo. Nosotros percibimos tres mundos a la vez: el mundo físico exterior, nuestro propio mundo interior, es decir nuestros cuerpos: “me encuentro bien”, “tengo frío”, “me duele el estómago”; y el mundo social, desde nuestros padres al conjunto de la sociedad.

A los filósofos analíticos ingleses les gusta hablar de la imagen del cerebro en una botella. Como yo percibo, pienso y siento, podría pensar que todo está en mi cerebro y que podría vivir con él y sin cuerpo. En realdad se trata de una idea muy antigua la idea del alma. Es decir de un ser originado fuera del cuerpo y que ha caído dentro de él, esperando un día poder salir y volver a su lugar de origen. Decenas de religiones y mitologías han compartido esta idea. Unas veces se ha llegado a decir que nuestra alma es como una pepita de oro caída en un charco de barro, otras como un ser etéreo, o un fantasma que puede abandonar el cuerpo, y otras como un pequeño animal alado.

La realidad es mucho más compleja. Primero porque ni yo ni mi cuerpo somos nada sin los otros. No salimos de la nada, sino del cuerpo de una mujer y lo hacemos en un lugar y un momento muy concretos. Nadie puede decir si quiere ser engendrado, ni siquiera nacer, porque eso no depende de él. Y una vez nacidos nuestra supervivencia dependerá de los continuos cuidados que vamos a necesitar por años.

Es por eso por lo que muchas religiones dicen que nacer es encarnarse y por lo que también defienden que el alma y el cuerpo son consustanciales. O lo que es lo mismo que no se pueden separar hasta la muerte -si se cree en la inmortalidad naturalmente-. No somos más que nuestros cuerpos, que no hemos podido elegir somos morenos o rubios, altos o bajos porque hemos nacido así. Y unas personas son más inteligentes que otras para unas cosas, pero no para todas; y cada uno posee unas habilidades diferentes.

Nuestros cuerpos son nuestros destinos porque hemos nacido en un lugar del planeta y en una época concreta. Y también en una sociedad determinada, con sus valores, sus prejuicios. Y es esa sociedad la que nos va a condicionar para que en nuestras vidas podamos hacer unas cosas y no otras.

Mi cuerpo es mi destino, pero lo es junto a los cuerpos de los demás, de mis padres, mi familia y de los diferentes grupos sociales. Aunque sea yo siempre el que sienta y piense, yo no soy nada si no existe un tú. Por eso el origen de la filosofía no hay que situarlo en el yo sino en el nosotros, como decía Hegel, y por eso nadie puede escapar de su tiempo histórico, ni de su país ni de la finitud de un cuerpo que tendrá hambre, dolores, enfermedades, pero que también será la fuente de todos los placeres y dolores que podamos tener a lo largo de una vida que acabará con una muerte, casi nunca elegida.

Los filósofos europeos desde Descartes inventaron el mito del fantasma en la máquina, el mito que dice que mi identidad no es mi cuerpo y que a mi cuerpo lo construyó yo. Ese mismo mito lo compartieron los existencialistas, que definían la vida o el ser como una elección continúa, rematada por el escandaloso final de la muerte. Frente a ellos los materialistas, como La Mettrie -muchos de ellos médicos además de filósofos-, definieron al cuerpo como una máquina, primero mecánica y luego química; y al pensamiento como una secreción propia del cerebro, como la bilis del hígado. No llegando nunca a decir qué clase de secreción sería su filosofía.

Actualmente no hemos superado estos dilemas. Somos nuestros cuerpos, pero unos cuerpos complejísimos de los que no sabemos casi nada. No solo somos huesos, músculos, y tenemos diferentes órganos y aparatos: digestivo, respiratorio, reproductor. Sino que todo está interrelacionado. Nuestro sistema nervioso controla los movimientos voluntarios e involuntarios, pero depende del aparato respiratorio, digestivo, del sistema circulatorio, sobre los que también influye.

Nuestro sistema endocrino está relacionado con nuestro sistema nervioso, con nuestro sistema inmunitario y con el resto del cuerpo. Hay enfermedades mentales, neurológicas, pero también neuro-inmunológicas y neuroendocrinas. Somos sistemas globales. Sin embargo la medicina tiende a separarlos cada vez más. Se hace para ser más eficaz, pero también se pierde la noción de conjunto. Y si eso es así en el campo claramente orgánico: anatómico, fisiológico, quirúrgico, mucho más arriesgado es hacerlo en campos como el psicológico y social, como es de la sexualidad.

Una enfermedad mental -si es que se las puede llamar así- no es una molécula. Las esquizofrenias son las más misteriosas de las enfermedades, y las más solitarias de las penas, y no la dopamina. La dopamina es una neurotransmisor que las neuronas captan con seis receptores diferentes, y no se sabe cómo ni porqué. Ni sabe porque se produce de más en la esquizofrenia ni de menos en el Parkinson. Conocemos muy pocos neurotransmisores y sabemos que se interrelacionan entre sí los sistemas serotoninérgico, dopaminérgico, histaminérgico y colinérgico. Creer que lo sabemos todo del sexo y el cerebro es pensar como si el mundo se acabase en las columnas de Hércules.

No hay moléculas mágicas, cirugías maravillosas ni milagros en medicina. Creerlo puede ser un error, o un crimen. Y muchas veces en la historia la soberbia clínica llevó a algunos médicos a buscar soluciones radicales y desesperadas, por vanidad profesional, por avaricia, por ansias de poder o por seguir una ideología política y social.

Somos nuestros cuerpos, pero a veces no los queremos porque son débiles o están enfermos. La sociedad nos obliga a presentarlos ante el grupo de una manera convencional, más o menos rígida, y por eso no los queremos aceptar. Por eso en la anorexia, nos podemos ver muy gordos cuando estamos delgadísimos. En la esquizofrenia mi yo, que es mi propio cuerpo, se percibe como parte del mundo y no de mí mismo. En ambos casos eso causa un terrible sufrimiento, como cuando una persona quiere cambiar su cuerpo, o auto-determinar, -no su género-, que es una construcción social.

No puedo cambiar mis cromosomas, ni mi sistema musco-esquelético, ni la mayor parte de mi anatomía. Por mucho que quiera nunca podré tener útero, ovarios, vagina ni clítoris, aunque me castren e injerten mi prepucio en mi abdomen. La medicina debe aliviar el sufrimiento, pero no a costa de males mayores. Lo que no puede hacer es subordinarse a unas ideologías ni caer en la contradicción que afirma: “tu anatomía no es tu destino, por eso puedo ofrecerte otra anatomía parcial, que será la que yo te diga y la que si será para siempre tu destino. Acepta mi autoridad. Piensa y siente como yo te diga, porque los médicos no pueden equivocarse.”

06 nov 2022 / 01:00
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