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Damnatio memoriae

NAVIDADES. Las que expiraron hace nada. Superado lo más tupido de las fiestas, decidimos ponernos al volante. La idea era zafarnos, al menos por unos días, de la machacona ducha a la que estábamos sometidos desde hacía dos meses. Nadie podría imaginar que ese viaje nos iba a convertir en inopinados consultores, y al propio itinerario, en una auditoría a nuestros dos grandes enlaces de asfalto con la Meseta.

Cuando Galicia era Gallaecia, los romanos entendieron que era prioritario construir calzadas para comunicar esta provincia de la Hispania con el resto de los territorios bajo su dominio. Primero que nada, para transportar las ingentes cantidades de minerales que extraerían de nuestros suelos a lo largo de dos siglos. Mayormente, las decenas de toneladas de oro que luego ornaron los cuellos de las patricias o amonedaron los aúreos, que inflamaron aún más la inmensa riqueza del Imperio.

El Itinerario de Antonino, la guía Repsol de la época, recoge tres arterias principales entre Braga y Astorga. La Vía XVIII o Vía Nova, por Ourense y Valdeorras; la Vía XIX, por Tui, Pontevedra, Santiago y Lugo; y la Vía XX o Vía per loca Marítima, por A Coruña y Lugo, en donde conectaba con la XIX.

Con salvedades, hoy, nuestra Roma es Madrid. Y las autovías que nos comunican con la capital han sustituido empedrado por alquitrán, miliarios por puntos kilométricos y mansiones viarias por modernas instalaciones de conservación. Permiten el paso simultáneo de cuatro vehículos, en lugar de dos. Y se pueden recorrer a unas velocidades que habrían vuelto majareta al auriga más audaz. Pero la disposición del mapa viario no difiere demasiado. Una gran carretera que arranca del centro de España y que, apenas a 70 kilómetros de aquel estratégico nudo de Asturica Augusta –aún en Zamora–, se bifurca en dos ramales con punto final en A Coruña y en Vigo.

Fue pura coincidencia que nos decantáramos por la Autovía del Noroeste para el trayecto de ida y, por la Rías Baixas, para el de vuelta. Tampoco elegimos salir con aquella lluvia y viento iracundos. La escasa visibilidad convertía la conducción en un deporte de riesgo y obligaba a una cadencia que aburría hasta al motor del coche.

A la altura de Lugo recordé el derrumbe de junio en el viaducto de O Castro, justo en la frontera entre Galicia y León. El desvío debido a las obras de reparación ralentizaría todavía más nuestro periplo. Sin embargo, la ruta alternativa en ese tramo apenas nos causó demora. Eso sí, nos dejó ver el tamaño del destrozo y la altura del puente... ¡era un auténtico milagro que aquello no hubiera acabado en una desgracia mayúscula!

Aunque la construcción hubiese sido deficiente, ¿cómo es posible que los responsables de su mantenimiento sigan plácidamente en su puesto? Y para colmo, el Ministerio informó recientemente de que la restauración completa del viaducto va para largo. Sea como fuere, después de unas cuantas jornadas lejos de casa secándonos como los carapaus entre los coloridos netas de las playas de Nazaré, emprendimos el regreso.

Pero fue asomarnos a Valladolid y enseguida volvió la lluvia. Primero, orballo. Pocos kilómetros después, una manta de agua que habría decretado prisión preventiva para los que no hace tanto alertaban de sequía. El parabrisas era una bañera que no desaguaba. El asfalto había que imaginarlo. En sólo minutos, una densa niebla se sumó a la fiesta... en fin, nada excepcional para la época del año.

Sí lo era, por deplorable, el estado del carril derecho de esa A-52. Hacía dos provincias que padecíamos su firme completamente deteriorado o parcheado, con resaltes y pavimento de dudosa reputación. Susto o muerte que nos acompañó durante cientos de kilómetros, casi hasta la ciudad de Ourense. En lugar de radares, la DGT habría tenido que instalar metas volantes, con premios para los valientes que lograsen alcanzarlas con vida. Lo importante es llegar, que rezaba aquel slogan de Tráfico.

Queda demostrado que el verbo dimitir sigue siendo defectivo en España. La primera de singular del presente de indicativo voló por los aires.

Los autócratas o el Senado itálicos no se andarían con tantas contemplaciones. Quien deshonraba el cargo público que ejercía, se arriesgaba a la damnatio memoriae. Una especie de borrado de la huella digital de la persona, en versión clásica. Y la pena más cruel en Roma. Condenado a no haber existido, nadie volvería a leer sus textos o leyes, ni vería más una imagen suya, ni encontraría su nombre en un registro público. Y en casos extremos, hasta podían confiscar sus bienes, desterrar a sus familiares y acabar con sus partidarios. Tal vez por eso, las vías romanas lucían resplandecientes.

21 ene 2023 / 01:00
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