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¿De dónde viene el mal?

Una de las más antiguas preguntas en la historia del pensamiento es la del origen del mal. Muchas mitologías y religiones imaginaron una situación primigenia en la que la humanidad vivía feliz. Entonces no existían ni el dolor, ni la enfermedad ni a veces la misma muerte. Todos estos males, que muestran la fragilidad de nuestra condición humana, habrían llegado al mundo después de una serie de acontecimientos que suelen marcar el comienzo de la historia y el fin de todas esas épocas sin mal en las que nuestros más remotos antepasados vivieron en lo que nosotros conocemos como el Paraíso.

Es curioso comprobar cómo en las mitologías y religiones el origen del mal suele deberse a una falta cometida por un hombre, una mujer o un grupo, que normalmente supone la ruptura del pacto con el dios o los dioses superiores que garantizaban a la humanidad su felicidad. Lo que quiere decir que sería en la propia humanidad en donde deberíamos buscar el origen del mal, y no en los dioses o en el dios. El mal sería así algo exclusivamente humano y tendría su origen en la voluntad de violar una ley o una norma general impuesta por la divinidad, una ley que formaría parte del orden del mundo.

Aunque esto sea así, sin embargo, el problema del origen del mal se ha formulado exactamente en el sentido contrario, pues se ha tendido a hacer responsables de los males del mundo a las divinidades. En la religión sumeria, que sería unos 4.000 años anterior a nosotros, se creía que los dioses habían hecho a los hombres para liberarse de todos los males, comenzando por la propia muerte, pero, aun así, en esa y las demás religiones los dioses suelen ser los garantes del orden moral del mundo y exigen a la humanidad que cumpla sus normas, teniendo la capacidad de premiarla o castigarla, según el caso.

Sin embargo, a esta cuestión se le añade otra: si los dioses premian a los buenos y castigan a los malos, ¿por qué en esta vida muchas veces los buenos son los más infelices y los males los que disfrutan de todos los placeres y privilegios? O ¿por qué cuando se produce una catástrofe natural, como un terremoto, una sequía o una hambruna, o cuando la guerra siembra la destrucción indiscriminadamente, los dioses no hacen nada para impedirlo? Muchas religiones creen que se puede pedir protección a las divinidades, ya sea mediante ritos u oraciones, y que sus divinidades protegen a sus fieles y castigan a los enemigos de ellos. Y cuando ocurre algo que parece confirmar esta creencia la fe religiosa suele salir reforzada.

Por el contrario, cuando eso no es así, sino que los malos triunfan y las víctimas no pueden hallar ningún tipo de protección o consuelo, entonces, ¿qué podemos pensar acerca de los dioses, de su sabiduría, de su poder y de su voluntad de velar por el bien y los buenos? Básicamente dos cosas, o bien que Dios, o los dioses, no son omnipotentes ni sabios, porque no pueden controlar lo que pasa en el mundo, o no son capaces de saberlo; o bien que son malos, porque consienten el mal.

La existencia del mal ha sido un argumento clave en la lucha contra la creencia en la existencia de Dios. Así lo formuló Voltaire en su reflexión sobre el terremoto de Lisboa, que causó decenas de miles de muertos. Y esa misma reflexión surgió en relación con el Holocausto. Primo Levi, un escritor y científico judío que sobrevivió al campo de exterminio de Auschwitz, afirmaba que después de lo que ocurrió en ese lugar ya nadie podría creer en Dios, en el Dios del judaísmo y el cristianismo. Pero otra persona que sobrevivió a ese campo, en el que ingresó a los 16 años, Elie Wiesel, sostuvo todo lo contrario: que después de Auschwitz nadie puede creer ya en la humanidad y en la bondad humana, y por eso en lo único que se podría seguir creyendo sería en Dios.

El filósofo Leibniz, contemporáneo de Voltaire, publicó la Teodicea, un libro en el que planteó el problema del mal. En él distinguió tres tipos de males: el metafísico, el físico y el moral. Se llama mal metafísico a nuestra propia finitud, es decir, al hecho indiscutible de que estamos destinados a morir. La muerte se planteó efectivamente como un mal en la mayoría de las mitologías y religiones y para explicar cómo llegó al mundo se crearon innumerables mitos y escribieron extensos tratados de filosofía que intentaron explicar nuestra naturaleza de seres destinados a morir y conscientes de ese destino.

La muerte no se puede anular, porque es parte de la vida, pero muchos de los males físicos: la enfermedad, el hambre, sí, según avancen nuestros conocimientos. Pero lo que solemos entender como mal en general sería el mal moral. El mal moral es el que surge como consecuencia de las acciones de los seres humanos, y el que una persona inflige a otra consciente y voluntariamente. Incluiría lógicamente todo lo que nosotros llamamos delitos y pecados. El mal moral nace de la voluntad de hacer el mal, y esa voluntad es ante todo personal, aunque puede ser inducida o reforzada por la presión social, por las normas políticas, por las ideologías y por las religiones.

Los responsables del mal moral son las personas concretas, las ideas no asesinan si no existen los asesinos, ni tampoco las religiones, los pueblos, las naciones ni los grupos sociales, o los géneros masculino y femenino. Hay crímenes individuales y colectivos, pero nunca se podrán cometer crímenes colectivos si las personas particulares no los cometen en cada momento. Tenemos los arquetipos de pueblos asesinos: los alemanes del nazismo; de ideologías criminales: fascismo, comunismo, pero la responsabilidad moral siempre será individual.

Se culpa actualmente al islam del fanatismo, la violencia y la intolerancia, como si todos esos males fuesen exclusivos de los miles de millones de musulmanes, que van desde Marruecos a Indonesia. Nada más injusto y lejos de la realidad, porque hay musulmanes buenos y malos, justos e injustos y pacíficos y violentos. Para ilustrar la concepción de su dios Alá es muy útil leer Al Asma ul Husna, es decir, la enumeración de los 99 atributos de Alá.

Se enumeran en el Corán 20:8: Alá, no hay otro dios que él. A él pertenecen estos nombres; Y a Alá pertenecen los mejores nombres, invócalos con ellos (Corán 7:180.) Citaré algunos con sus números correspondientes: benéfico (1); misericordioso (2); el más sagrado (4); fuente de paz (5); creador (11); el que todo lo perdona (14); el que todo lo prevé (15); el que todo lo sabe (19); el juez imparcial ( 28); el que todo lo ve y todo lo oye ( 26 y 27); el justo (29); el más generoso (42); el que más ama (47); el que da la vida (60); el que trae la muerte (61); el poderoso ( 70); el oculto y conocedor de lo oculto (76); el manifiesto (78); el que perdona (83); el eterno (96).

Con estos atributos de Alá, muy similares a los del Dios judío y cristiano, es muy difícil defender que el islam sea solo la religión del mal, como se hizo y se sigue haciendo creer. Naturalmente que existió la guerra santa y que, en nombre del islam, como del cristianismo y el judaísmo, se cometieron crímenes. Pero esos crímenes los cometieron personas y grupos de personas concretas. Y sobre todo pudieron ser inducidos por aquellos que tienen la capacidad de interpretar en cada momento los textos sagrados, de dictar leyes y sentencias, y de ordenar la paz y la guerra, o de beneficiarse económicamente en nombre de las divinidades, de las ideologías o las patrias.

Esto ha pasado en todas las religiones, pero en todos los casos, los responsables del mal siempre han sido las personas, inducidas por ideas fanáticas y autoridades criminales, o por su propia voluntad. Por eso no se pueden criminalizar a las religiones ni a los pueblos globalmente: alemanes, rusos, españoles, chinos..., cosa que se ha hecho y se vuelve a hacer en acontecimientos muy recientes de un modo descarado.

Vivimos en la sociedad de la información, una sociedad en la que los medios de comunicación configuran la realidad, la manipulan y censuran a discreción y manejan a la opinión pública como si fuesen su marioneta. Eso es posible porque la mayoría de las personas han renunciado a informarse de un modo sistemático, han renunciado a pensar y deciden seguir en cada momento los lemas que se le imponen, pasando de uno a otro, al albur de quienes mandan. Para liberarse de esa nueva jaula de hierro que es el mundo de la comunicación y la información es necesario el pensamiento crítico, pero no servirá de nada si no va acompañado del sentido de la empatía y de la creencia en unas normas morales que son las que nos hacen humanos.

30 oct 2022 / 01:00
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