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Democracia versus demagogia

EX abundanti cautela”, pero sabiendo muy bien lo que me digo, corren muy malos tiempos para la democracia, aherrojada entre los que la prostituyen saqueando los recursos del estado con corrupciones inadmisibles e invitando a nuestros infantes a conductas sexuales lindantes con la pederastia, y los que la deforman hasta hacerla irreconocible.

Hemos llegado ya a un extremo tal de perversión del lenguaje que lo antimonárquico, lo anticonstitucional y el independentismo es lo democrático y que su opuesto: lo monárquico, lo constitucional y la defensa de la unidad de la nación es lo antidemocrático, la extrema derecha y, en definitiva, con el permiso de Bono, el “facherío”. Y es que la democracia moderna se aleja, cada vez más, de los postulados antiguos.

En la antigüedad, la inmensa mayoría de intelectuales condenaba el gobierno popular y aducía a ese fin varias explicaciones justificadoras de su actitud, así como un conjunto de propuestas alternativas. Sus herederos de hoy concuerdan, por el contrario, en mayoría igualmente abrumadora, en que la democracia es la mejor forma de gobierno. Sin embargo, y aquí estriba la diferencia, muchos están de acuerdo también en el hecho de que los principios morales, en los que la democracia venía siendo tradicionalmente justificada, son principios que en la práctica ya han dejado de operar.

Los paladines modernos de esta orientación, Lipset y Morris Jones, evitan, al referirse a la democracia, los fines morales y acentúan la eficiencia –gobernar es gestionar– del sistema político. La obra de Schumpeter: Capitalism, Socialism and Democracy representó un poderoso aliado de esta nueva orientación. El autor define la democracia como un método bien adecuado para producir un gobierno dotado de autoridad y fuerza. A la definición no se le añaden ideales de ningún tipo. Tenemos, pues, que los fines ideales son una amenaza en sí mismos. La obra de Karl Popper: The Open Society and its Enemies, constituye la mejor expresión de esta mentalidad.

Así las cosas, como en las democracias modernas se privilegia más al sustantivo gobierno frente al adjetivo popular, la gestión política queda en manos de unos políticos profesionales, los cuales periódicamente se someten a unas elecciones, que confieren al pueblo la capacidad de optar entre expertos en el “arte de lo posible”, enfrentados entre sí, pero conformes con que la iniciativa popular es algo desastroso, y que, en consecuencia, “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” es pura fantasía y, en todo caso, ingenua ideología. De esta manera, las voces democracia y democrático se desvirtúan y vacían de significado, en la medida en que la democracia deja de ser el gobierno del demos, al quedar en manos de una élite de expertos, que, en tiempo electoral, compite por los votos de un electorado, el cual, en buena parte, ignora los problemas y cuestiones en juego.

Se establece así una profunda fractura entre dirigentes y dirigidos, que conduce a la formación de una élite política acomodada, que no se amedrenta ante nada –véase la espeluznante frase de índole espartana: “La educación es cosa del Estado, no de los padres”, emitida, sin rubor alguno, por una exministra de Educación socialista– y aprovecha pro domo sua las ventajas del usufructo del poder.

Una democracia que camina por estos derroteros corre el peligro, como bien sabía Aristóteles, de degenerar en su contraria, la demagogia: ganarse el favor popular, en tiempo electoral, con mentiras y utópicas promesas, aliándose con extraños compañeros de cama y, en definitiva, para estar en el machito, claudicar ante determinadas comunidades autónomas que han protagonizado un auténtico golpe de Estado –Rebelión o Secesión, que me lo expliquen los juristas–, cuyos dirigentes han sido condenados por el Tribunal Supremo y que persisten en su actitud de sostenella y no enmendalla, cuando un indulto o una amnistía –término griego semejante al médico amnesia– lleva consigo el arrepentimiento previo.

España, más que nunca, necesita no políticos, sino gobernantes gestores, diligentes y valientes, que prefieran “la honra sin barcos a los bancos sin honra”,
que planten cara a “entes nacionalistas” que, sin auctoritas histórica, se autoproclaman nación.

24 oct 2022 / 01:00
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