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Despotismo oriental y banalidad occidental

Se dice que Europa nació el día que en el que el ejército ateniense derrotó al persa en la pequeña llanura de Maratón. Si hubiese sido lo contrario, Grecia habría pasado a ser una provincia persa y se habría frustrado el nacimiento de Occidente. Esta teoría no es más que un ejemplo de la vieja idea que contraponía la libertad de las ciudades griegas y sus ejércitos de ciudadanos y el inmenso poder de las monarquías orientales: Egipto, Babilonia y posteriormente Persia.

Los grandes estados del Medio y Lejano Oriente se basaban en la agricultura de regadío, gracias al control de ríos como el Nilo, el Éufrates, el Tigris y los enormes ríos de China e India. Esa agricultura se practicó en zonas que eran desérticas fuera del margen de los ríos, y requirió la construcción de grandes y pequeños canales para distribuir las aguas. Esa construcción exigió la movilización de una gran mano de obra y, para coordinarla y garantizar la seguridad de los agricultores sedentarios frente a los pueblos pastores nómadas, se habría creado una organización estatal. En todos estos imperios se elaboraron censos de población y catastros parcelarios y se crearon sistemas tributarios para cobrar cada año la renta de todos y cada uno de los productos de la tierra y el ganado. Y eso hizo necesario el nacimiento de la escritura y de la profesión de los escribas funcionarios, así como la sistematización de los calendarios, con el fin de poder fijar las jornadas de trabajo obligatorio en las obras públicas, ya fuesen canales, fortificaciones, templos, palacios o grandes tumbas.

El desarrollo técnico del antiguo Egipto, de Mesopotamia, y ya no digamos de China o India fue muchísimo mayor que el de los pueblos de los que nacería Europa. No sólo crearon la escritura, sino también las matemáticas, la astronomía, la química - recordemos que la pólvora es un invento chino, como el papel, por ejemplo - y su capacidad arquitectónica, metalúrgica, naval, y en general de todas las ramas de la técnica fue extraordinaria.

Pero en todos esos imperios se dieron dos hechos esenciales, que a veces nos resulta muy difícil de comprender: no existía la propiedad privada, ni tampoco la política, tal y como nosotros la entendemos. Toda la tierra, al menos en teoría, era propiedad del faraón, el rey o el emperador, y de ella extraía sus rentas. Sin embargo, hacía normalmente concesiones de grandes o pequeñas parcelas a sacerdotes, generales, soldados y a particulares. Si esas concesiones eran excesivas, entonces se debilitaba el poder central y se producían procesos de regionalización que podían llevar al fin de las grandes estructuras políticas, cuando la debilidad militar se unía al avance de pueblos pastores nómadas, que vivían en simbiosis comercial con los imperios agrícolas. A los campesinos egipcios, chinos o persas les era indiferente quién gobernase en un momento concreto. Ellos seguían trabajando la tierra, sirviendo obligatoriamente en las obras públicas o en el ejército. Lógicamente ese tipo de soldados, mal armados y entrenados, nunca tuvieron un gran entusiasmo militar y podían desertar con facilidad, tal y como lo acaba de hacer el ejército afgano. Lo que los campesinos querían en esos imperios es que el gobierno, como dijo el sabio Lao-Tse, no gobernase nada. El mejor emperador es el que está quieto, no hace ni grandes obras ni guerras.

A Marx le llamaron mucho la atención estas sociedades asiáticas, porque en ellas existía la explotación económica sin que hubiese propiedad privada, lo que estaba en contra de toda su teoría económica. Quien explota al trabajador es el estado, a su vez propietario de los medios de producción. Esto fue denunciado por un antiguo marxista alemán, K. Wittfogel en su libro Despotismo Oriental. Estudio comparativo del poder totalitario, mostrando el fracaso de la revolución rusa. Y esa fue la razón de que Stalin prohibiese todos los textos de Marx que hablaban de las sociedades asiáticas, así como de otras muchas cosas más. ¡Que Marx hubiese sufrido censura en la URSS es para nota!

Pero en Marx, que al fin y al cabo era un intelectual alemán que casi siempre escribía en Londres, las sociedades asiáticas tienen otra característica más. Son inferiores por estar bajo el dominio ideológico de la religión y sus pueblos carecen de capacidad de organización política, básicamente porque son campesinos y los campesinos son “como un saco de patatas”, en expresión del propio Marx. Es decir, no se saben organizar y carecen de conciencia de clase. Por eso predijo este filósofo y abogado alemán que una revolución comunista sería imposible en Rusia. Una equivocación similar a aquella otra en la que Marx desarrolla la idea, en su correspondencia con Engels, que la España de mediados del siglo XIX era una sociedad asiática, por ser agraria, estar bajo el dominio de la Iglesia y por ser heredera al fin y cabo de la civilización musulmana, encarnada en la visión de esa Andalucía mora y gitana propia de casi todas las literaturas europeas.

Es fundamental tener en cuenta estos hechos si queremos saber por dónde está marchando el mundo y más en concreto lo que ocurrió en Afganistán, para no caer en el anacronismo, e incluso en el ridículo, de algunas explicaciones de algunas izquierdas y nacionalismos europeos que han saludado, tal y como ha hecho Irán y Hamás, la catástrofe afgana como una victoria contra el imperialismo americano, y un anuncio profético del fin del estado de Israel, a pesar de que los EE.UU. jamás estuvieron presentes en ese país y los judíos nunca tuvieron poder económico ni político en él.

Afganistán nació como un colchón entre dos imperios, el ruso y el británico, casi a comienzos del siglo XX. La Alemania del II Reich intentó estar presente allí porque al fin y al cabo esos dos imperios eran sus rivales. Por eso mantuvo relaciones diplomáticas, envió misiones culturales y contribuyó a difundir la idea de que los afganos del norte, tayikos, uzbekos, aimaks..., eran pueblos hermanos, ya que eran hablantes del persa, una lengua indoeuropea de la misma familia que el sánscrito, el griego, el latín y las lenguas germánicas.

Esa idea de la comunidad aria permitió desarrollar una ideología racista, de la que serían víctimas otros pueblos afganos, como los hazara, de rasgos mongoles. Y ese racismo favoreció la difusión del nazismo en Afganistán, un país en que Mi lucha de A. Hitler es un libro de gran éxito en la actualidad, lo que explica que los talibanes y sus adláteres crean que han derrotado al eterno judío en un país en el que hace poco vivía un único judío y quizás ahora ya ninguno.

Algunas izquierdas y nacionalismos europeos, que se caracterizan por no saber pensar, y por eso hacen constantemente comparaciones, ven con gran simpatía a los talibanes, creyendo que son los mismo que el Vietcong, los independentistas argelinos o africanos, o que Fidel y Che Guevara. Todos son guerrilleros en lucha contra el imperio del mal, compuesto por el dinero judío, el ejército americano y sus servidores en todo el mundo. Solo falta que se compare a Bretaña, Escocia, Euskadi, Cataluña o Galicia con Afganistán, hermanándolos todos en luchas por la liberación nacional.

En Afganistán se dice que el COVID-19 es un encargo judío a la industria china, para poder dominar el mundo. Las pruebas paranoicas serían evidentes: China es el país que mejor y más pronto controló la pandemia e Israel recibió y fue ensayo clínico privilegiado de Pfizer y su vacuna. Debe ser que la farmacéutica americana es de capital judío, o criptojudío, como todo en el mundo naturalmente. Algunos de nuestros políticos comparten esta misma sutileza en sus análisis y muestras de “criptosimpatía” talibán, porque no son capaces de entender que el integrismo islámico es cosmopolita, y no un movimiento nacionalista, y mucho menos de izquierdas. Y que sus enemigos son dos: los infieles y las mujeres.

En Teherán solían celebrarse los congresos de pseudo historiadores y militantes de extrema derecha de todo el mundo que niegan el Holocausto. Los financian los ayatolas, que se consideran arios por ser persas, y por eso creen que tienen que odiar a los judíos. Ningún partido de izquierdas o nacionalista ha mostrado interés en instalar a alguno de sus líderes exiliados en Kabul, porque hay también nacionalistas y personas de izquierda sensatas. También los delirios tiene que tener sus límites.

Frente a estos delirios el panorama que se avecina para Afganistán puede ser el de pasar a convertirse en un estado subalterno del imperio chino, quizás sin necesidad de enviar tropas. Afganistán posee unos recursos minerales en litio, cobre, hierro, uranio y otros estimados en más de un billón de dólares. Exporta, además del famoso opio, algodón, lana, tapices, lapislázuli, azafrán, frutos secos y numerosos productos artesanales. De ese comercio depende en parte Pakistán, y si se hunde los 600.000 millones de deuda pública de Pakistán en manos de la banca internacional podrían llevar a una seria crisis financiera en caso de impago.

De la misma manera Irán necesita el agua de sus embalses. Esos serán los poderes dispuestos a manejar un estado títere controlado por fanáticos religiosos. Un estado que puede saltar también en mil pedazos y cuyas víctimas serán, según la ONU, 10 millones de niños y 16 de mujeres. El “imperialismo judeo-yanqui” no perderá nada, porque tampoco se había beneficiado de nada, a menos que todo esto desemboque en un conflicto militar más o menos global.

05 sep 2021 / 00:30
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