Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h
EL PSICÓLOGO CUENTA

Marcho que teño que marchar

    ME LEVANTABA ELLA. No recuerdo bien la hora, pero sí la oscuridad de la noche que aún acechaba a través del cristal. Me acompañaba en el desayuno tomando su segundo (o tercer) café. Supongo que se habría levantado y desayunado mucho antes, aunque por entonces no creo que yo me parara a pensar en estas cosas, primero acompañando a mi padre, y después a mi hermano. Me urgía a vestirme rápido, comprobábamos que no se me olvidaba nada y salíamos hacia el colegio. Me llevaba la mochila mientras subíamos las primeras calles, todas cuesta arriba, y me daba la mano en aquel primer tramo del trayecto que intuía más peligroso. Al llegar a la altura del colegio de las Carmelitas, más o menos a mitad de camino, me pasaba la mochila, me la acomodaba en la espalda, me daba un beso y se despedía de mí. A los pocos pasos yo miraba hacia atrás y volvía a decirle adiós una vez más, y un poco después otra vez, ahora ya con la mano, y luego otra vez, supongo que para asegurarme de que ella aún seguía allí, sosteniéndome en la distancia. Y así ha sido siempre. Y aunque un día se vaya, no se irá.

    Y ahora yo lo levanto a él, también temprano. Desayunamos juntos, hacemos un poco el loco por la casa, luchamos con sus muñecos de Dragon Ball, me muestra las nuevas posiciones de kárate que aprendió ayer, nos vestimos y bajamos a la calle. Se queja del tiempo, llueve otra vez, pero rápidamente sonríe con cualquier otra broma. Le llevo su mochila (en otra calle cuesta arriba), y me da la mano hasta que llegamos al último tramo, cuando ya divisa a alguno de sus compañeros. Ahí me suelta y se lanza a correr hacia ellos.

    Últimamente me da un beso antes de irse. A veces me pide que me quede mirándolo a través del cristal de la entrada, mientras avanza lentamente con la fila que lo lleva a su clase. Y mira hacía atrás, me ve y sonríe. Luego salta, para que yo salte, como un improvisado código secreto entre los dos que nos indica que todo va bien. Y aunque me siento un poco ridículo delante de los otros padres, también salto. Avanza un poco, y me vuelve a mirar. Y sigo allí. Salta otra vez. Y yo también salto. Me da la impresión de que alguno se ríe de mis saltitos pero no me importa. Si algo enseña un hijo es a hacer el ridículo sin hacer el ridículo. Después lo veo perderse en la escalera que sube a la segunda planta. Me voy. Pero a la vez me imagino, intuyo, que yo tampoco me voy. Y a su vez espero que poco a poco pueda irme, y pueda irse.

    05 mar 2020 / 20:56
    • Ver comentarios
    Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
    Tema marcado como favorito