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El candidato a palos

En su día, Donostia pasaba por ser la ciudad políticamente más violenta del Estado. Como haciendo honor a la descomposición de su nombre, donde si en euskera significase lo mismo que en español a la profanación de la paz se la trataría de don (don ostia), allí se quemaban contenedores con la facilidad con que se come un paquete de pipas (Facundo, por ejemplo, que a los toros sí son muy aficionados).

El testigo de la capital guipuzcoana lo tomó la Barcelona de los CDR que, alentados por el “apretat” del presidente Quim Torra, fomentaban el caos en la Diagonal y el Paseo de Gracia con adoquines voladores y bengalas que escribirían con uve para autojustificarse mejor de su bélica utilización. El País Vasco y Cataluña siempre fueron dos focos de polémica y crispación, un rompedero de cabeza para cualquier presidente del Gobierno central, pero ¿quién nos iba a decir que, apaciguada la primera por el cambio de estrategia de sus actores y adormilada la segunda por el cansancio extenuante de su población, sería la cosmopolita Madrid la siguiente comunidad en provocar los incendios?

La capital de España nada tiene que ver ni con las feroces escenas de la kale borroka de las plazas vascas ni con los disturbios de vieja raíz anarquista que cada cierto tiempo se suceden en Cataluña. En Madrid, la violencia sigue la tradición castiza y se ejerce cuerpo a cuerpo, a puñetazo limpio entre iguales o, en el peor de los casos, con la frágil ayuda de algún garrote que otro. Se pelea como se baila un chotis en la verbena de la Paloma, sin perder el ritmo del chulapa cargado de celos hasta los tuétanos. Porque, en el fondo, aunque ahora las reyertas las quieran vestir de motivos políticos, la razón por la que se continúa peleando son los celos. Lo único que cambia es el sujeto pasivo. Ya nadie riñe por una mujer, esa es una batalla felizmente ganada por el feminismo. Ahora, en la ribera del Manzanares, se combate de modo domesticado para no perder la influencia en un determinado barrio o distrito, no por defender un espacio físico, como las guerras de antes, sino uno abstracto e ideológico que muchos de los que sacan los puños a pasear en estas contiendas no acertarán a comprender en su vida.

Nadie va a expulsar a nadie de las calles rojas de Vallecas, cada vecino podrá seguir viviendo en su casa (si no puede escapar a Galapagar, como Iglesias) y, sin embargo, se organiza un comité de pelea para recibir a palos a los dirigentes de Vox que se plantan allí para celebrar un mitin de precampaña. ¿Por qué? Porque hay quien piensa que las ideas son como los virus y ahora que ya casi todo el mundo es virólogo o epidemiólogo se impone la medicina casera más rudimentaria que, en el campo de la política, es curar el foco infeccioso por la vía más rápida y contundente. Le ocurrió a Santiago Abascal y Ortega Smith en el feudo de Podemos, pero también al líder y sorprendente candidato autonómico de la formación morada en el selecto barrio de Salamanca y a la mismísima presidenta Ayuso en las aceras libertarias de Chueca.

En Madrid, el mitin está pasado de moda. Lo que se lleva ahora, en estos tiempos modernos que impulsan la tecnología y ya no se vive sin internet, es el escrache puro y duro. Quien quiera ser candidato que se prepare en el gimnasio primero. Unos atacan y otros no es que se defiendan, es que van provocando el altercado y no para hacerse las víctimas, sino para tener disculpa para repartir estopa como los que más.

Sólo Sánchez parece estar por encima de este juego, que estimula desde su palacio monclovita pero sin bajar al barro. ¿Por qué hizo referencia a la II República en su discurso sobre políticas de recuperación en el Congreso? Para que Vox reivindicara la intervención de Franco contra ella y desacreditar así la preferencia pactista de Ayuso. Y los de Abascal entran al trapo, porque son fieles a las pipas Facundo.

16 abr 2021 / 01:00
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